No te lo voy a decir porque sos caprichoso, te vas a enojar y yo no voy a tener más ganas de comprarte el playmobil que me pediste. Me vine con la plata en la cartera, una fortuna por un pirata de plástico, así que prefiero secarte el pelo sin decirte nada. Afuera se está armando algo en el cielo, las nubes están cada vez más negras. Con la mano libre cierro el ventiluz que da a la calle, no sea cosa que se largue la tormenta y te moje de nuevo la cabeza. Vos esperás a que se vayan los otros nenes del vestuario para quejarte porque te quemo con el aire caliente. Eso me da ternura, no me enoja. Qué chico exagerado, te diría, pero con el ruido no se escucha nada.
Que te quedes en el fondo tampoco me enoja. Es distinto. Cuando llegamos, hace una hora o dos, te pusiste las antiparras celestes y me dijiste mirá, mamá, aguanto mucho tiempo. Entonces te tiraste de bomba, mojaste a una señora que salía de la pileta, y yo me arrepentí de haberte traído. Pero no por la señora, que me miró como si yo no te estuviera educando. Fue más por las burbujas de aire que soltaste mientras trataba de identificar en dónde estabas. La pileta del polideportivo es un hueco inmenso, el agua se refleja en las venecitas y yo también aguanto la respiración hasta que asomás la cabeza muy sonriente, esperando que te felicite por el susto que me acabás de dar.
Desde que naciste, además del amor, me enseñaste una forma nueva de vivir con miedo. Ya pasó un rato largo, pero todavía sigo nerviosa: me toma como dos minutos embocarle a la trabita para cerrar la ventana y casi te toco el cuello con el secador de pelo. Habrías llorado mucho. El ruido nos tapa los oídos, el aire alrededor de tu cabeza está cargado de un zumbido que vamos a sentir por el resto del día.
—Basta, basta —me decís, cruzado de piernas en el banquito del vestuario, y te tocás el cuero cabelludo.
—Ya está, mi amor, son dos segundos y lo desenchufamos —te contesto—. Mirá si te voy a dejar salir con el pelo mojado, hace un frío.
Me mirás como si fuera mala. En la pileta hiciste lo mismo, pusiste esta carita de puchero fingido. Después de quedarte en el fondo unos minutos, te agarraste del borde de la pileta, escupiste saliva, y recién ahí te diste cuenta de que yo no te estaba festejando. Ochenta y tres segundos aguanté, gritaste. Cuando me viste la cara violeta, nadaste como una ranita y te sentaste muy cerca, en el borde del hueco celeste. Me dijiste qué tonta sos, mamá, no hay tiburones en la pile. Ahora estás acá sentado y también debés pensar que soy muy tonta. Yo te quiero hablar sobre todas las formas que puede tomar un tiburón, con o sin dientes afilados. El monstruo puede parecer bueno, los cuentos que te leo te hacen mal. Pensás que el mundo está lleno de buenos y que a los malos se los vence con poderes. Apago el secador y arranca la lluvia: un ruido en reemplazo del otro.
—Ponete la camperita, dale —digo. El secador de pelo te hizo transpirar, y me mirás como si fuera una locura abrigarse. No sabés que afuera llueve—. No seas cabezadura.
—Sos mala vos —me contestás.
—Dale que te quedás sin playmobil.
Me sacás la lengua. Yo lo sé, a veces pensás que soy muy bruja, como ahora que te quiero cuidar y no hacés caso. Pero otras veces me abrazás muy fuerte sin que te haya regalado nada.
Salimos a la calle. Llueve mucho y es tarde. Los otros nenes se van con los padres en autos caros. Vos me mirás como si estuviéramos haciendo algo mal, pero después pisás el barro y te cambia la cara.
—Qué asco —me decís, viendo las suelas de tus botas. Están sucias. Entonces mirás el charco, te reís muy fuerte. Empezás a chapotear y me salpicás la campera. De a poco te vas dando cuenta de que el monstruo puede ser bueno y malo a la vez.
La pileta no es buena, no es inocente. Te vas chocando con sus bordes y sabés muy bien que estás adentro. El mar es otra cosa. Te hace creer que sos libre, que todo depende de vos. Pero fijate cómo toma la forma del mundo. Parece una enseñanza: hay que adaptarse, es la moral del agua. Yo no me adapté nunca. Y todavía no lo hago, por qué sino ponerse tan nerviosa cuando veo tres, cuatro burbujas, y vos sos una mancha deformada en esa masa que tiene un sonido aterrador, como de boca atragantada.
La lluvia todavía es suave, te hace brillos en el pelo mientras das pisadas fuertes en el charco. Pero te cansás muy rápido, lo noto en el peso de tu respiración. Me gusta verte así, el cuerpito inflado de aire, colorado. Cuando me ves la campera manchada, ponés cara de arrepentido, me tratás de limpiar el barro de la ropa y te abrazás de un salto a mi campera. Él también me abrazaba sin motivo. Vos no lo conociste, te hubiera parecido un bueno. Ves lo que te digo de los monstruos. Se disfrazan, mienten con su tono de voz dulce. Yo sé que si encontrás las medallitas y los diplomas enmarcados te vas a enojar mucho, vas a decir: mamá, no me contaste que vos también nadabas. Era buenísima, mi amor, sí. Ahora ya no soy buena en nada, pero si hubiera seguido habría ganado campeonatos. Igual, yo no nadaba por eso. Estaba enamorada del agua, de su juego perverso, mientras más tiempo adentro, menos tiempo afuera. Así funcionan todas las cosas.
Se larga con todo. Abro el paraguas. Vos me dejás de abrazar porque casi te resbalás con un charco. Pienso que sos torpe, vulnerable.
—Pero atate los cordones que te vas a tropezar —te digo. Vos me ponés carita—. No seas cabezadura. Ahora te compro el muñeco.
Me hacés caso. Arrodillado en la puerta de un local, le das dos vueltas a cada cordón. Yo te sostengo el paraguas en la cabeza, me mojo un poco el pelo. Cuando terminás, te quedás ahí sentado; miramos la lluvia por un rato.
—Hay que esperar a que amaine —digo, para tener un motivo que nos deje quedarnos un rato más ahí.
—La garúa —decís, y cantás una canción—. Tristeza, hasta el cielo se puso a llorar.
La aprendiste de tu abuela, yo me acuerdo, y te cuesta todavía decir la letra. Estás lindo. Un poco misterioso. Cada tanto me mirás con la boca abierta, analizando mis caras, poniéndome nerviosa a propósito. Te parecés al que nunca conociste. Con él nos íbamos siempre a la playa, el agua de mar era una mentira linda. Estaba tan fría como el agua sucia de esta lluvia. Él me llevaba a las playas más silenciosas. No vas a entender las peleas que tuvimos; yo te tenía en la panza, y pensé que si nadaba te iba a poder cuidar, entonces me metía llorando, él estaba en la orilla, y una vez casi elijo quedarme. Pensé: voy a seguir nadando hasta que los huesos se me disuelvan. En el fondo, quería que él viniera a buscarme. Pero él no nadó conmigo y yo casi me trago medio mar.
Te agarro la manito. Todavía tenés los dedos arrugados. Las marcas del agua traen recuerdos que es mejor olvidarse.
—Escuchá, mejor podés hacer hockey, como querías a principio de año —te empiezo a decir muy bajito—. Hace frío para natación, ¿no te parece?
—Estás loca —me decís—. A mí me gusta.
Discutimos, te largás a llorar. Una lluvia dentro de otra lluvia. Y qué hago yo si te enamorás del cloro y del agua, si vos tampoco querés volver conmigo nadando como rana, con los ojos hinchados por las antiparras. El mundo parece simple si hay un hueco enorme de agua para contenerte. Cuando veas el contraste, si crecés un poco y dejás de ser un nene caprichoso, las cosas del mundo te van a arrastrar a la pileta. Y ojalá que no conozcas monstruos buenos, son los peores, pero si te pasa, no vas a querer salir del agua. Las veces que peleamos y saltás de bomba pienso mucho en eso. No te lo voy a decir porque sos miedoso, pero sumergido parecés una pastilla disolviéndose. Soltás burbujas porque sos efervescente. Es espantoso. No me gusta que te quedes en el fondo.
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Milagros Porta (Argentina). Estudia la Licenciatura en Artes de la Escritura (UNA). Es coeditora en la revista Taipei y la Editorial Rutemberg. Formó parte del Jurado Joven del 36.º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, e integró la edición 2021-2022 de la Bienal de Arte Joven de Buenos Aires con un relato inédito. “Te quiero hablar sobre todas las formas” pertenece a su primer libro de cuentos, que será publicado este año por Hexágono Editoras.