En 2013 tuve el honor de ser invitado a la Feria del Libro de Buenos Aires, así que llegué muy contento por este reencuentro literario. Aeropuerto de Ezeiza. Buena temperatura. Cielo despejado. Sin embargo, aquí abajo, nubarrones a la vista. El siempre denostado trámite de control de ingreso a un país, ¿es peor que transitar una tierra de nadie?
Las miradas se habían fijado en el contenido de mi única maleta, bajo severa observación, como si en su interior estuviera instalada una bomba de tiempo. Los libros llamaron tanto la atención de los oficiales de control como si fuera un tráfico de aves exóticas del Chaco. Una rara especie de traficante que mete libros al país.
¿Es acaso un limbo en permanente revisión e inspección? ¿Un purgatorio libresco? ¿Tan extraño es llegar con libros paraguayos a una feria internacional del libro? Y luego hablamos de libros abiertos, libros libres y sin fronteras que dividan sus páginas. Libros como cimientos de todo este magno evento libresco, ¿o no? Libros que fluyen libres hasta que salen del país, independientes hasta que les sale al paso un puesto aduanero, los ogros al final de cada vuelo.
Los libros no eran tantos. Ni siquiera estaban destinados a la venta en algún stand. Los llevaba para hacer intercambios y obsequios entre colegas y lectores. Todo a pulmón, como se dice en esa frecuente expresión compartida.
Tránsito incesante. Llegan otros pasajeros. Maletas de nuevos arribos se abren camino a valijazos. Circule, por favor. Pero si son ellos los que te trancan. Falta nomás que te pasen por encima o que te cobren una descomunal multa. Vaya manera de recibirte como invitado. Diplomacia cero.
¿Llamar a quién? En aquel entonces y a esa hora. ¿Por mail? Esperar respuesta por correo casi equivale a cumplir un plazo de detención policial. Nadie aguardaba al otro lado de la franja, ni siquiera para reírse del papelón o quemo, como decimos, ya que compartimos esos términos coloquiales al menos. Pero no cuentan con que el pasaje y la documentación de ingreso transforman a uno, automáticamente, en abogado defensor de su equipaje.
En otros países nunca tuve problemas para ingresar con libros, pero en esta capital de grandes editoriales, sede de la mayor Feria del Libro en Sudamérica, los libros que el mismo autor trae, aunque sea en cantidad simbólica, son un problema. Paradoja que ejemplifica la inoperancia del Mercosur, tratado vigente en los papeles y desde hace décadas. Hay que tener en cuenta que nunca son buenas las ficciones entabladas por los gobiernos.
Concluido el debate con los oficiales, prevaleció la argumentación pro libro. Salí de ese limbo con la maleta revuelta pero entera. Los libros se abrieron camino.
Dejé que el remisero me contara sus cosas, seguro serían más interesantes y entretenidas que lo me acababa de ocurrir. “¿Primera vez en Buenos Aires?”. Mi lacónico “no” resultó insuficiente para captar tono y procedencia, vino entonces la segunda pregunta, más obvia si cabe: “¿De dónde viene?”. Al mencionar Asunción, él contestó con más confianza: “Ah, de aquí cerca”. Ya en marcha, la conversación rodó como entre viejos conocidos de un barrio lejano del que casi todos se han ido.
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José Pérez Reyes (Paraguay). Publicó Ladrillos del Tiempo y Ese laberinto llamado ciudad, con el Convenio Andrés Bello. Fue elegido por el jurado del Hay Festival y Bogotá39 como uno de los escritores jóvenes destacados de América Latina. Sus cuentos integran Antología de cuento latinoamericano, Nueve cuentos nuevos, El libro del voyeur y The football crónicas, y otras antologías en Colombia, México, Cuba, la Argentina, Chile, Portugal, España e Inglaterra. Sus últimas publicaciones son Asuncenarios y Aguas y cúpulas.