Decir que hacer literatura es un hecho político es de esos clichés que no pierden su parte de verdad. No creo que nunca se haya generado una guerra por una novela, pero qué fácil les fue a muchos salir estas semanas a cancelar a Dostoievski o a Tolstói apenas el ejército ruso invadió Ucrania. En Chile, en marchas feministas, abundan los carteles con menciones a Neruda por maltratador y violador. Si existe el debate de separar la obra del artista es porque el arte, por suerte, sigue teniendo el poder de movilizar. Y es un debate que se renueva cada vez, con cada caso.
Nos propusimos preguntarles a escritores sobre la cultura de la cancelación. No nos interesaba tanto dividir al universo de la literatura latinoamericana en a favores y en contras. La cancelación funciona de una manera simple y directa: alguien hace o dice algo, otros álguienes indican que aquello dicho o hecho es incorrecto, y se lo juzga socialmente. A veces, aunque no todas, lleva a un descenso en los productos culturales de dicho artista. No nos interesa ese mecanismo como tal, ni si tal o cual fue cancelado con justicia. Nuestra pregunta, más bien, es cómo los escritores se ven interpelados por la posibilidad, aunque sea mínima, del borramiento del mapa.
No sin sorpresa, la mayoría respondió que no escribía con cautela. Al principio, debatimos internamente si era una cuestión de cobardía –hay que tener coraje para admitir públicamente el miedo a ser cancelado/a– o si simplemente se debía a que el mercado literario se mantiene por afuera del escándalo social. Ya los libros no se prohíben, ya nadie lee a escondidas. Las polémicas como la de J. K. Rowling se dan por Twitter, no a través de un libro. El cancelado es la persona como persona, no el escritor. Cuando el juicio no es por su biografía, es por quién es para escribir sobre lo que escribe, y de ahí el auge de los términos como apropiación cultural. Quizás, lisa y llanamente, la literatura pasó de ser incinerable a ser irrelevante.
Sin embargo, me parece que hay una tercera opción. El texto publicado en 2020 en Harper’s Magazine bajo el título “Una carta sobre la justicia y el debate abierto”–firmada por, entre otros, Noam Chomsky, Margaret Atwood, y, risa aparte, J. K. Rowling– subraya la necesidad de construir una cultura que le deje lugar a la experimentación, a los riesgos, a los errores. Pero ¿qué es la literatura latinoamericana si no eso mismo? Los tres aspectos subrayados son propios de países en crisis, de editoriales y librerías que raspan para llegar a fin de mes. Sin embargo, puede que sea eso mismo lo que hace a nuestra literatura tan rica, tan variada, un exotismo for export. Estar al borde la quiebra, no vender, ¡no tener papel y seguir produciendo! Eso también es América Latina. Como dice Daniela Alcívar Bellolio en nuestra nota de opinión, la cancelación parece ser ajena a la realidad latinoamericana. Nuestra literatura, o al menos la que podemos identificar claramente como latinoamericana, se construye como una cultura del riesgo, y he ahí gran parte de su riqueza.
El desmadre latinoamericano, esa idea que nos obsesiona desde el primer número, no es sin polémica. Construirlo desde la corrección política, sin dejar espacio para la discusión, es dar pie a que la literatura pierda su potencia. A veces, es mejor hacer al mundo arder.
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Martina Vidret (Argentina). Escritora y estudiante de Psicología (UBA). Dio talleres literarios para niños en el FILBITA y para adolescentes en el Colegio Nacional de Buenos Aires, donde trabaja como tutora. Publicó la novela Imágenes olvidadas y fue finalista del Premio Osvaldo Soriano de Relato Breve. Es parte del equipo de coordinación del Premio Itaú de Cuento Digital.