Martina Vidret
Matías Feldman viene, hace ya un tiempo, rompiendo con las convenciones teatrales. El Proyecto Pruebas, que lleva adelante desde 2013, toma distintos aspectos del arte -el ritmo, el tiempo, el hipervínculo, entre otros- y explora cada uno de sus bordes.
La traducción es la octava de las Pruebas. Fue presentada en el Teatro Nacional Cervantes, en Buenos Aires, durante la primera mitad del 2022. En esta entrevista, recorremos aspectos de la obra para pensar cómo la traducción, típicamente del lenguaje, puede llegar al cuerpo.
¿Cómo surgió la idea de La traducción?
Siempre que tomo temas que no son estrictamente de lo teatral, como el hipervínculo, el ritmo, la traducción, me pregunto qué aporta lo teatral a todo eso. La traducción es un tema que me interesa desde siempre, de esos intereses base. Ya hay muchos eruditos y académicos que estudian el tema, yo solo puedo aportar algo en relación a lo teatral, reflexionar desde ahí. No puedo recordar el momento en el que surgió la idea, porque el proceso fue decantando. En la Prueba 7, El hipervínculo, teníamos el subtítulo de la curaduría, reflexionaba respecto de cómo nuestro aparato perceptivo empieza a dialogar y a entrenarse en cuestiones como la fragmentación, una cantidad enorme de imágenes y de información que se yuxtaponen de forma rápida. Pensaba: ¿qué pasa en esa suerte de curaduría cotidiana de imágenes, textos, tele, música? Hay una curaduría del azar y de los algoritmos. Las series que consumimos suelen tener patrones clásicos, y la ruptura aparece en la acumulación de material. La cantidad de capas de información, en El hipervínculo, estaban desplegadas. Con La traducción, planteamos una operación distinta: eso que estaba desplegado, superponerlo. La pregunta vendría a ser: ¿se puede traducir algo más allá de pasar de una lengua a la otra?
Me pareció muy interesante la primera escena: una voz en off dice palabras en alemán y en español, y en paralelo se proyectan objetos en pantallas. Lo que dice y lo que se muestra no necesariamente son lo mismo, pero hay una relación. Es casi una declaración de principios: la traducción va más allá del texto.
Lo que fui haciendo es ver si algo que no tenga que ver con la palabra puede ser traducido, cómo le encuentro las capas de la palabra al objeto, a la acción. Ahí entran la hermenéutica, la cábala, la astrología, y otros procedimientos que tratan de leer más allá de una primera capa que pueda tener el texto. Empecé a estudiar mucho sobre simbolismo, sobre la exégesis, sobre la etimología de las palabras que nombran a una acción. “Agarrar un mate con la mano derecha”, si vos vas traduciendo por sinónimos o etimologías, pasa a “Proclamar el derecho a la rectitud de conciencia” (”agarrar” es “proclamar el derecho” “mate” es “matí, calabaza, cabeza; “derecho” es algo recto). Es absolutamente arbitrario, tan arbitrario como cualquier interpretación, como cualquier traducción. De alguna forma siempre quedan los ecos del original, pero llegás hasta ahí. Una obra traducida es, realmente, una nueva obra, un objeto completamente nuevo y distinto. Perec escribió, en francés, un libro sin la letra e, La disparition. En la traducción al castellano, lo titularon El secuestro, y cambiaron la e por la a. ¿Qué era la obra? ¿El contenido o el procedimiento? Eso abre mucho el panorama, y empecé a pensar procedimientos posibles que pongan en juego todo esto. Soy fanático de Aby Warburg, que plantea una lógica del arte sin tiempo: el pasado está haciéndose presente, el presente es un simulacro. Los que quedan son los significantes. En un apretón de manos hacemos todos los apretones de manos que existieron. Ante eso, puedo pensar que en una escena en donde pasa X cosa, puedo nombrar y visibilizar el pasado que está ahí. Es una forma de traducir algo que está en ese acontecimiento: al nombrar, traduzco.
¿Y qué otros procedimientos investigaste?
De Warburg tomé también las fórmulas patéticas, los núcleos coalescentes de las cosas opuestas. Si vos expresás actoralmente el máximo dolor, y después el máximo goce, las expresiones son las mismas. No por nada en francés el orgasmo es la petit mort, la pequeña muerte. Hay muchos estados que en su máxima expresividad se igualan. Hicimos el trabajo de actuar el núcleo coalescente, diciendo todos los textos, todos los estados, al mismo tiempo. Eso genera una monstruosidad, un núcleo sin forma, sin cara, sin nombre.
Pensaba, también, en la escena del secuestro, en donde actúan una versión censurada, doblada, y la del secuestro propiamente dicho. Lo que se mantiene, de una versión a la otra, son los cuerpos.
Esa parte, para mí, es el remanente de las primeras ideas que había, hacer una obra doblada. El doblaje, en vez de ser puesto por sonido, lo hacen los propios actores. Es un problema de lo audiovisual, no del teatro. Lo que juega es la resonancia en el cuerpo de la palabra, vos actúas una cosa y decís otra, pedís auxilio y gritás “muffin”. La investigación fue cómo actuar “auxilio” más allá del significante dicho, cuando la conexión está rota. Las palabras no son inocuas, son cuerpo, en cada resonancia vibran las vivencias del pasado, los sentidos que se perdieron. El síntoma no es tanto que una palabra traiga ese sentido, sino que lo haya perdido. “Buscame” viene de “bosque”, y eso no lo sabemos, pero creo que vibra de alguna forma. La palabra está cargada de un sentido que va más allá de lo racional. Lo que hice con esta obra es un teatro vertical: no me interesa lo cronológico, no me interesa el relato. No estamos acostumbrados a ver, en teatro, una escena que se repite mil veces, necesitamos el cuentito y que avance. Así que lo doy porque es un elemento técnico más, que es necesario usar porque contamos con espectadores que necesitan el relato, que si no lo hay se enfurecen o creen que se quedaron afuera. Lo que está escenificado es la traducción, per se, no hay una historia.
Algo que da cuenta de la verticalidad es la aparición de la cabina de traductores, cuando se traduce un discurso político en simultáneo, por ejemplo. ¿Cuál es, para vos, el lugar del traductor? ¿Por qué una cabina?
Es un lugar dentro de la propia obra. Los que están adentro los nombré como interpretantes, no como traductores. No quería ni decir intérpretes. Eco plantea que para traducir hay que interpretar, en algún punto la traducción la genera el espectador, la solución queda en el lugar entre el escenario y los espectadores. Las cabinas son como ese lugar intermedio de interpretación, además de jugar con la traducción simultánea. Lo que ocurre adentro de la cabina no es un objeto, sino un procedimiento. Queda como un signo: el mate es Latinoamérica, la cabina es la traducción.
¿Y por qué alemán?
Necesitaba un idioma que no fuera latino, porque tenemos más acceso por escucha, por entendimiento. El inglés lo conoce la mayoría de la gente. Me quedaban sueco, noruego, eslavo, ruso, alemán, árabe, chino, japonés. Tenía que ser un idioma al que la gente no tuviera acceso salvo que lo tradujéramos, y el alemán servía por la cuestión histórica, política, de los 70; hay una tradición de películas políticas que me servía por la cuestión de la censura. Es lo suficientemente alejado y lo suficientemente occidental.
La dificultad del acceso habilita también a hacer trampa, habilita la mala traducción como juego. ¿En las traducciones más literales, por así decirlo, jugaron con esto también? Digo: ¿si alguien del público supiera alemán, descubriría cosas nuevas?
De los actores, solo uno sabe alemán. El resto lo hace por fonética, y tuvimos un asesor. Cualquiera que sepa alemán se da cuenta de eso, de la barbaridad fonética. Hay algunas trampas de la traducción per se, para que coincidan mejor. Hay textos que en alemán se harían mucho más largos que en español, jugamos con eso. Es algo no tan potente en relación a otras cosas. Hay zonas, también, como la del secuestro, en donde yo sentía que no se terminaba de entender, o escuchar, que estaban por secuestrar a alguien y después se pasaba al homenaje. Hay mucha repetición de “secuestrar” y “homenaje”, que en alemán no se repiten. Son decisiones para que el espectador pueda entender, una forma de ayudar a que la información no se pierda.
Cuando leemos, o cuando vemos adaptaciones poco jugadas, siempre asumimos cierta fidelidad del traductor. Debe ser muy divertido poder jugar con eso, jugar con el sonido. ¿Qué entendés vos por esta traducción per se?
La traducción es como un foco de luz en el teatro, te da luz sobre cierto espacio, te lo deja ver. Lo que no hay que olvidarse es que a la vez imprime un color y deja afuera lo que no ilumine. La traducción, diría, es un juego complejo, donde deja ver y oculta al mismo tiempo, es imprimir sobre un material lo que uno interpreta. Cómo interpretás tiene que ver con la época en la que vivís y con tus intereses, se imprime la época en el material. Cuanto más conciencia se tiene de eso, mejor funciona todo, no nos podemos escapar del contexto en el que vivimos. La traducción es, a fin de cuentas, imprimir una época.
Y, para cerrar: en las Pruebas van rompiendo convenciones. ¿Cuál es la que se rompe acá, más allá de la traducción per se?
Un montón de mecanismos están rotos, partimos de la necesidad de poner en crisis, aparece en todos los recovecos. Ponemos en crisis la actuación, el lenguaje, cualquier posibilidad de nombrar el mundo de manera unívoca, sencilla. Si yo te digo que “Agarrar un mate con la mano derecha” es “Proclamar el derecho a una ética”, vos podés decir “Ah, sí, estaba ahí, pero: ¿de qué me estás hablando?”. Es evidenciar la etimología de las palabras que nombran una acción. No puede ser más arbitrario, es tan arbitrario como la interpretación de Biblia, o de la Torá, o de un discurso político. Se proyecta sobre el mundo lo que se quiere ver. Insistir con complejizar, a riesgo de abrumar. Prefiero abrumar a hacer obras que te dejen contento y ya. Hacemos una apología de la complejidad en un mundo en donde tenemos una crisis de representación enorme, en donde la tendencia es a simplificar, al slogan, a achatar el mundo, como el terraplanismo. Nosotros tratamos de poner el espíritu crítico, complejo, sacar lo unidireccional.
–
Matías Feldman (Argentina). Es actor, director y dramaturgo. Es director general de la compañía Buenos Aires Escénica y fundador del Teatro Defensores de Bravard. Desde el 2013 lleva adelante el proyecto Pruebas, desarrollando investigaciones y reflexiones relacionadas con la percepción, los modelos de representación, los procedimientos escénicos y el lenguaje: El espectador (Prueba 1), La desintegración (Prueba 2), Las convenciones (Prueba 3), El tiempo (Prueba 4), El ritmo (Prueba 5), El hipervínculo (Prueba 7) y La traducción (Prueba 8). Entre los premios, menciones y becas que ha recibido se encuentran: Premio Municipal Dramaturgia de la Ciudad de Buenos Aires, Premio Nacional de Dramaturgia, Teatro s. XXI, Teatro del Mundo, Premio de Dramaturgia Germán Rozenmacher, Beca Fundación Antorchas, Beca Fundación Carolina, Konex-Argentores y Beca Iberescena.