Un día le rompí el corazón a mi viejo.
Adolfo Castelo empezaba su programa de radio con un segmento que se llamaba “El blanco de las críticas”. Era un prodigio de inteligencia, humor y análisis político en el que las noticias se mezclaban con chistes y comentarios ingeniosos. Durante quince o veinte minutos Castelo hipnotizaba a los oyentes con su voz grumosa y su mirada sobre eso que llamamos realidad.
Un día cualquiera, mi viejo me dijo: qué bárbaro, Castelo, mirá las cosas que se le ocurren.
Y yo respondí las peores palabras posibles: no se le ocurren a Castelo. Se le ocurren a Barragán.
Carlos Barragán es, probablemente, el guionista de radio más importante de los últimos cincuenta años. Es el maestro de todos los que vinimos después, o de todos los que lo vimos trabajar. Y él era, en ese momento, el guionista de Castelo.
El trabajo de guionista de radio es invisible. Casi ningún programa anuncia, como hacen las películas o las series, quién escribe. Y aunque en las últimas décadas el trabajo se fue precarizando y ya casi no hay roles puros, siempre hay alguien escribiendo lo que van a decir las personas que hablan en un programa de radio. Esto no significa que conductores, locutores y columnistas no tengan opinión propia sobre las cosas, o que no se les ocurran chistes. Significa que muchos segmentos son mejores cuando están escritos.
Escribir para la voz de otra persona tiene sus dificultades. Hay que saber qué palabra elegir para quién, hay que tener la destreza para distinguir cuándo escribir frases largas y cuándo poner muchos puntos. También hay que manejar información más invisible que el propio oficio: a quién le gusta que el texto esté todo en mayúscula, quién necesita que el tamaño de la fuente sea más grande.
Un guion de radio puede ser —lo es la mayoría de las veces— humorístico. Pero no es solo eso. También puede ser una columna de opinión o la narración de una historia. En cualquiera de los casos, quien escribe les habla a muchas personas al mismo tiempo: a la persona que va a leer ese texto al aire, claro, pero también a quien esté en la consola de operación técnica, a la producción, y en última instancia a los oyentes. Un guion de radio tiene que ser lo más claro posible en todos sus aspectos —en la letra específica que va a decirse al aire pero también en las indicaciones técnicas, sonoras y de manejo de tiempos— para que el margen de error sea el menor posible. Un guion de radio muchas veces es un mecanismo de control de daños.
Cuando Orson Welles escribió la adaptación radial de La guerra de los mundos, en 1938, imprimió para siempre las reglas del guion. No solo asignó frases a cada actor, sino que incorporó sugerencias de sonido y de resolución técnica (esta persona habla desde una azotea, esta voz necesita un filtro como de teléfono, aquel personaje grita mientras corre). Si uno lee ese texto hoy, la sensación es que Welles ya conocía, en ese momento, todos los secretos y las trampas del guion radial.
Es que un guion de radio es siempre una trampa. Imita el pensamiento de las personas que hablan en un programa. Busca borrar las huellas de la autoría. Un guion de radio no solo debe ser invisible. Quiere serlo.
Por eso, a menudo, la gente que escucha radio tiende a imaginar que las palabras que se dicen surgen, mágicamente, en el momento. Lo pensó toda su vida mi viejo, que creció subiéndose a un banquito para escuchar el radioteatro que llegaba desde el aparato puesto en un estante. Y lo sigue pensando, aunque su hijo trabaje escribiendo guiones de radio. Por eso, en el fondo, debe creer que le hice un chiste, que no es posible que no fuera Adolfo Castelo el que imaginaba los puntos y las comas de su inolvidable blanco de las críticas.
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Diego Tomasi (Argentina). Es autor de los libros Cortázar por Buenos Aires, Buenos Aires por Cortázar, El caño más bello del mundo y Mil galletitas. Como guionista y productor de radio trabajó en medios privados, públicos y comunitarios. Actualmente, escribe para programas de Futuröck y El Destape. Es integrante de Congreso Gombrowicz.