Me invitaron a escribir un ensayo sobre literatura latinoamericana actual. Pero ¿en qué consiste la literatura latinoamericana actual? O mejor aun: ¿qué entiendo yo al escuchar esa definición tan abarcadora? En sus Exorcismos de esti(l)o, Guillermo Cabrera Infante declara: “Literatura es todo lo que se lea como tal”. (A mí me gusta añadir: todo lo que se escriba como tal). Esa ha sido mi premisa durante décadas, y me pareció justo tenerla de brújula al redactar este texto. Lo próximo: ¿dónde empiezan y terminan las fronteras a las que alude la voz latinoamericana? ¿Cruzan el Atlántico o el Pacífico con los respectivos exilios a los que han sido forzados intelectuales provenientes de nuestras tan fértiles dictaduras de izquierda y de derecha?
Por otra parte, donde el adjetivo latinoamericana establece límites geográficos, actual dibuja mapas temporales. ¿Me limito a escritores vivos? (Esto, por ejemplo, excluiría a Roberto Bolaño y a Jorge Luis Borges, ese padre putativo que tantos nos hemos atribuido). ¿A la gente que vive y escribe en las Américas, sobre las Américas? ¿Y caben aquí quienes viven y escriben en las Américas y nos legan obras que se abstraen del territorio físico o espiritual del continente? ¿Y qué idiomas entran en ese listado? Habría que comenzar con el español, esa lengua franca que con el mismo entusiasmo que nos une nos divide. Pero ¿hay espacio para las lenguas originarias del continente, que ignoro por negligencia propia y ajena, y cuya producción literaria de estos días desconozco? ¿Y qué hago con quienes escriben en inglés? ¿Sandra Cisneros? ¿Jennine Capó Crucet? ¿Angie Cruz? ¿Y quienes lo hacen en ambas lenguas? ¿Teresa Dovalpage? ¿Anjanette Delgado? ¿Gustavo Pérez Firmat? ¿Forman parte de esa literatura latinoamericana actual? ¿Acaso quieren formar parte de ella?
Con cierta regularidad, les pregunto a mis estudiantes (pues me lo pregunto a mí mismo incluso con más frecuencia): a estas alturas del partido, ¿qué cosa es ser un escritor latinoamericano? ¿Qué requisitos hay que cumplir para entrar en ese grupo? ¿A quién invitamos al banquete? ¿Quién cursa la invitación? ¿Y quién se queda vestido y sin ir al baile? ¿Acaso yo, a veintidós años de exilio en Estados Unidos, caigo en esa lista? ¿Así me ven mis lectores? ¿Así me ven mis estudiantes? ¿Como un escritor latinoamericano? ¿Y eso con qué se come?
Con ese mar de preguntas todavía en el aire, me vino a la mente la primera antología que les asigné a mis cursos de juniors y seniors en el high school (preuniversitario, liceo, colegio, preparatoria, etcétera) en el que me gano el pan y el vino: Contemporary Latin American Literature: Original Selections from the Literary Giants for Intermediate and Advanced Students, publicada en 2001 por McGraw Hill. Y de cómo aquella lluvia trajo estos cultivos. La edición y el prólogo del libro están a cargo de Gladys M. Varona-Lacey.
De los veinte autores, hay dieciséis hombres y cuatro mujeres. Hay un negro: mi compatriota Nicolás Guillén. Los quince hombres blancos son presentados en sus respectivas páginas biográficas como individuos con la capacidad de contar historias sobre la condición humana. Sin embargo, el autor de “Songoro cosongo” encarna “la voz del negro cubano” y las mujeres manifiestan “la visión femenina”. Estas voces que se abrían paso desde el margen no son (re)presentadas como autoridades capaces de reflejar historias de interés general. La propuesta parece ser más: si te interesan las cuestiones relacionadas con la negritud, léete a este; si lo tuyo es el feminismo y todo ese rollo, aquí tienes estas cuatro. Menciono el factor demográfico, pues con algo más de experiencia docente en estos lares, me lancé a probar suerte con otras antologías, buscando mayor representatividad tanto racial como de género y cultura(s). Pero mientras lo tuve en mi currículo, les decía a mis estudiantes que, si echaban en falta mayor diversidad étnica, racial y de género en esas páginas, se debía precisamente a que la selección era representativa de lo que se publica en las letras en español: más hombres que mujeres, más blancos que negros. Ahí están las estadísticas que no mienten.
Lo gracioso es que llegué a esta compilación buscando una salida de emergencia de los libros que había heredado de mi predecesora en mi primer año. Ya en ese curso inicial frente al pizarrón me había tocado el infortunio de leer Doce cuentos peregrinos, de Gabriel García Márquez. Durante aquel suplicio —aquellas quince semanas de soledad—, la pregunta recurrente en mis conversaciones en clase giraba alrededor de toda esa violencia —contra la mujer, contra el cuerpo de la mujer, contra la integridad física y moral de la mujer—, que está presente en cada cuento que compone el volumen.
A raíz de estas lecturas de la obra del demiurgo de Macondo, una maestra veterana —la misma mujer blanca que decía en voz alta en sus clases el insulto racista más evitado en público en este país, esa palabra impronunciable que en inglés se reduce al circunloquio “the n-word”— una vez me increpó en los pasillos de la escuela por criticar en mis clases a su ídolo colombiano. La señora no se había leído mi ensayo, ni el libro en cuestión, ni hablaba español (“que estamos es Estados Unidos”), pero no le había gustado escuchar que yo trajera a colación en mi curso que el mínimo denominador común —a veces, incluso, el hilo conductor— de esas tramas del Nobel era el regodeo en la muerte de las protagonistas. Yo —que había sobrevivido al hambre, las escuelas al campo y al castrismo en Cuba y me veía las caras con la nostalgia, la asimilación y la distancia en Estados Unidos—, ni me inmuté con mi ex colega.
Pero decía al principio que literatura latinoamericana actual es una sombrilla que —como los descriptores latino, latina, latine, latinx— en muchas ocasiones no permite a los implicados en el término que escojan por sí mismos; no deja, en palabras de Gayatri Spivak, que hable el subalterno. Cualquiera que sea el vocablo del día, al final se va por las ramas para evitar nombrar al colonialismo y su hijo más longevo y escurridizo: el racismo.
Me explico: los europeos —escritores o no—, al menos en Estados Unidos, no son metidos en un mismo saco. De hecho, esa fórmula con la que comienza este párrafo —“los europeos”— rara vez es escuchada en voz alta en referencia a un grupo sociocultural. No ocurre pues gozan del privilegio de mantener sus identidades nacionales. De ahí que se hable de españoles, alemanes, rusos, italianos, ingleses, escoceses, franceses… No es lo mismo con quienes venimos del sur del Río Bravo o estamos rodeados por esa “maldita circunstancia del agua por todas partes” con la que nos retratara Virgilio Piñera en La isla en peso. A todos nos meten en la misma bolsa.
La identidad —y no solo de género— no es ni monolito ni sistema binario y, como las aguas, fluye y cambia. (¡Fíjate si es así que yo en Cuba era negro y acá soy latine! También da fe de esto el perro del chiste que nombra al libro de cuentos de Ana Menéndez: En Cuba, yo era un pastor alemán). Lo cierto es que esto de la identidad nacional para mí es doblemente simpático, pues, a decir verdad, yo, en Cuba, no me consideraba cubano. Por poner un ejemplo querido: Paquito D’Rivera dice que él encontró a Cuba a orillas del río Hudson. A mí me pasó otro tanto. Fue en el exilio donde descubrí nuestra literatura y nuestro arte culinario, ambos proscritos en la tierra que me vio crecer y huir antes de envilecer.
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Alexis Romay (Cuba). Es autor de las novelas La apertura cubana, Salidas de emergencia; el libro de sonetos Los culpables, así como de Diversionismo ideológico, una compilación de décimas satíricas sobre aquella isla de difícil mención. Sus textos han sido incluidos en antologías, revistas y diarios en Argentina, Colombia, España, Estados Unidos, Italia y México. Ha traducido varias novelas al español y una al inglés, y ha escrito letras para canciones de Paquito D’Rivera. Vive en Nueva Jersey, con su esposa, su hijo, su perra y varios libros.