Cuando llegaste a Constitución, inquieto pero oprimido por la gente en ese tren lleno de oficinistas, bancarios, empleados de comercio; agobiado, otra vez oprimido por la incomodidad de ese traje que heredaste de un tío, un traje hecho para otro, no para tu cuerpo, pero para un otro ya finado que no te puede reclamar nada, siguiendo el rumbo preciso que marcaba la resignación de una multitud, moviéndose como la marea creciente hacia el lado de los guardas, de algunos molinetes levantados para que la tropa lanzada no se atasque en los bretes; oprimido de nuevo, pero acatando el sentido de la marcha, soportando el calor húmedo de los cuerpos excesivamente próximos, de la tropa obediente en aquel oleaje sin más conductor que la costumbre, sin más guía que la intuición común, como las vacas sumisas seguidoras de algún atávico mandato, que sin embargo eludían las goteras, las chorreaduras del techo, el parabólico inmenso de Constitución, tachonado de óxido, de mugre y de fisuras que alimentaban los charcos grasientos del andén. Cuando llegaste a la altura de la bestia, una Baldwin Lima Hamilton amarilla y roja, brillante como si la hubieran barnizado, como si chorreara dulce de leche, la locomotora que un operario desenganchaba de la formación, muy cerca de los cilindros enormes del paragolpes hidráulico, cosa que te llevó a preguntarte ¿soportarán esos topes a un tren lanzado sin frenos? Pero seguiste adelante en la tropilla indetenible de guachipampa, calculando que no, que seguramente el sistema no funcionaba desde hacía años. Cuando el olor prematuro de la pizza, de milanesas friéndose en ocultas sartenes, el olor a panadería, a café con leche, cuando ese tufo bendito cambió el eje de tus pensamientos activando el ladrido de las tripas vacías, que apenas humedeciste con unos mates porque se hacía tarde; y aunque con gusto te hubieras comido todo eso que se apilaba en los mostradores al paso, todavía te faltaba un tirón hasta el centro: Mitre y Suipacha. Cuando comprobaste que llovía, que todo el cielo se derramaba con furia, como para anegar toda la Capital, que también el río sucio llegaría a los suburbios, y podría fertilizar con suerte un campo ignoto, de estancieros misteriosos, brutos y misteriosos, pero influyentes que, con seguridad proclamarían, una y otra vez, que lo bueno para el campo era bueno para todos, porque muchos de los que bajaron del tren con vos, iban a repetir como una letanía que “con una cosecha nos salvamos todos”,  por esa liturgia, cada vez que lloviera, sus voces a coro dirían sin pensarlo: “llueve: qué bueno para el campo”. Por todo eso, cuando finalmente llegaste al hall central, pensaste: “¿y ahora?”. Y dejaste de pensarlo de inmediato, cuando te diste cuenta de que tenías que seguir, de que el día recién empezaba y no había tiempo que perder. 

En las salidas a la calle Brasil, algunos se detenían a esperar refugiados, conteniendo un poco a la turba oficinesca, pero ese cielo negro de las ocho de la mañana, no amagaba siquiera a cerrar los grifos. El traje, el bendito príncipe de Gales de tu tío muerto, empezaba a absorber el agua, a desnudar los defectos –tela berreta, mala confección, entretela absorbente como un secante, corte anticuado-, se manchaba a lamparones y se iba arrugando con el calor de la piel por debajo, y el frío de las chorreaduras de las marquesinas y los toldos por arriba. Te miraste en una vidriera: para primer día de trabajo, impresentable, pensaste, lapidario: me atienden por la puerta de servicio y me dan una caja con fideos y polenta para indigentes y tomátelas, pibe,  te echan a la mierda. Ni siquiera un paraguas; no hablemos de piloto, perramus o esas extravagancias de gente con plata, ni un puto paraguas. Bastante te había costado conseguir la pilcha, hacerla arreglar medio a los ponchazos por Eusebio, el sastre de Temperley, más famoso por sus gallos de riña que por la destreza con la aguja, con esos dedos como morcillas que toleraban indistintamente el picotazo o el pinchazo, porque no había dedales de ese grosor, pero al menos te fiaba hasta que cobraras el primer sueldo.

La bajada del subte y la corrida no te pusieron a cubierto: cruzaste Avenida de Mayo pateando charcos, sintiendo el agua mugrosa ya metida en los zapatos, el empaste de las medias, y ese calor que te subía hasta el cuello por debajo de la ropa. No podías llegar tarde, aunque dieras pena, el primer día no, esas cosas sientan precedente, marcan el futuro para siempre. Con el correr de las horas todo se iría secando. Probablemente, el traje se arrugaría hasta la ridiculez y al día siguiente ya no sirviera ni para donar a Emaús. Al día siguiente, si sobrevivías a la neumonía, la única alternativa iba a ser el blazer del colegio que ya te quedaba chico antes, y brillaba de tantos planchados sobre la tela gastada pese a los parches de cuerina en los codos (todo el mundo les decía Cueritos Pitucones, aunque no fuesen de esa marca pretenciosa: ¿quién podría presumir de pituco con esa berretada en los codos?). En tanto vos vas repitiendo para adentro, como una retahíla, tenés que trabajar, como quien reza un mandato, la monserga y la imprecación de la madre del modelo Silvio Astier, pero en tu caso, no para parar la olla doméstica, sino para diluirte en el tumulto, para que no te maten ni te miren mal, para levantar el muerto que podés ser vos mismo. Ni tu madre ni tu casa están cerca, cerca está el peligro, niño expósito de mierda con pretensiones de revolucionario. Cerca están el riesgo y los horribles patrullando, mientras la tía te deja la comida en un plato cubierto para cuando vuelvas y comas solo, solita tu alma.

La tía fue también la que te pasó un par de camisas del finado: una parecía de colectivero (le faltaba el bordado con el número de la línea sobre el bolsillo), y la otra era una Lavi-listo de nylon, de esas que se lavaban y no se planchaban, que parecía hecha de plástico, un verdadero baño turco para sudar hasta por los ojos, una camisa que parecía diseñada para evitar el sobretodo, sobre todo cuando uno notaba cómo se escurría la transpiración por debajo de la tela (no nos engañemos: eso no era tela, era un manto vinílico que hacía sudar a cualquiera como un caballo hasta disolver el efecto del desodorante). La única decente, la del estreno, ahora era un único lamparón de agua pegado al cuerpo. Y la cosa no terminaba allí, porque cuando el conjunto secara, la condición amenazaba con la ridiculez más extrema.

Por suerte los zapatos eran sufridos, unos Pasodoble como para patear adoquines, que también provenían del antiguo secundario, y ahora chapaleaban con los pies adentro haciendo sopapa, chiflando las suelas de goma sobre las baldosas.

Llegaste, subiste los tres escalones de la entrada y en el mostrador te miró con curiosidad un tipo canoso con ropa de ordenanza de película argentina, una especie de Francisco Álvarez.

—Vengo a verlo a Bassino…

—Al “doctor” Bassino –te corrigió.

—Sí, perdón.

Buscó tu apellido en una lista dándole largas al asunto, mientras vos mirabas el reloj de la pared que ya marcaba las ocho y veinte.

—Lo tengo a las ocho y media… Va a tener que esperar. De todos modos, el doctor todavía no llegó. Puede subir al tercer piso. Pregunte por la secretaria.

Obedeciste como pidiendo disculpas. A todos los que te rodeaban les querías pedir perdón por tu infausta presencia. En el ascensor eran cuatro: dos jovatos muy trajeados, mucho olor a perfume bueno, un muchacho joven con el saco en la mano, elegante pero estilo negligé, y vos. Cuando pudiste apreciar la imagen de conjunto en el espejo, no te cupo duda: un menesteroso colado entre la pequeña burguesía porteña. ¡Qué pena sentiste por vos mismo! ¡Cómo te avergonzó tu aspecto! ¿Serías alguna vez como aquella gente? ¿Te aceptarían, al menos sin echarte a la calle como a un perro?

Pero de momento, lo único que te importaba era aferrarte a ese trabajo y conservarlo. Hacer lo que fuera posible, y lo imposible también, para tener un sueldo seguro, algo firme en medio del desastre de tu vida. Todo se había ido a la mierda, pero tenías al alcance de la mano aquella pequeña tabla de salvación.

Todo el circuito en la empresa se hace de arriba abajo. Primero, te llevan con el gerente comercial, puro ceremonial, dos minutos, breve bienvenida y te bajan a tierra. Vas a Personal a completar papeles y, cuando terminás los trámites, te atiende el general, un milico retirado, en pedo desde temprano, pero con ese rigor erectus del milico que, aunque delatado por la cara colorada y el aliento alcohólico, mantiene la espalda tensa como una tabla. Te da la bienvenida, pero no te tranquiliza, habla de “ganarse el lugar”, “la responsabilidad”, y tantos lugares comunes que subrayan términos tales como mérito, esfuerzo, voluntad. Después llega el doctor Bassino, gerente de Ventas: amable, habla siempre en plural (hacemos, planificamos, desarrollamos), lo que te da la pauta de que su discurso implica siempre: vayamos, y háganlo. Breve recorrida por la oficina y te presenta a Carbó, a Rasetti, al ingeniero Colman, a Angelini. A medida que los menciona, te vas olvidando de los nombres, salvo el de Rasetti, que va a ser tu jefe. Ahora sos auxiliar de ventas, un poco más que cadete, bastante menos que vendedor. Bassino alude al gran futuro que se abre para la empresa en este nuevo ciclo, a los afiatados vínculos con la “nueva política económica”, y al apoyo de la casa matriz. Te suena a arenga, pero también a mensaje encriptado: agradecé que estás acá, pibe.

Te quedás tranquilo con poco, con lo que creés necesitar: una empresa grande donde hay hasta un general. Cuando el milico te preguntó si estabas estudiando alguna carrera, se te ocurrió eso de que ibas a empezar ingeniería.

—Pero ¿había empezado otra facultad?

—Estuve viendo, pero tenía que viajar mucho.

No le ibas a decir que venías escapando de Periodismo en La Plata.

—Hay que tener cuidado en estos tiempos, un muchacho joven como usted tiene que ver bien en dónde se mete. Hay mucha suciedad dando vueltas todavía, mucha mugre.

Hacés que sí con la cabeza y, ya con eso, con la actitud sumisa que el general borrachín espera (flaco con panza, alto, el pelo engominado, camisa con sus iniciales bordadas delicadamente en monograma), parece suficiente. Por ahora todo sigue bien, no estás salvado, pero estás mejor que otros: seguís usando tu nombre, tu documento, trabajás en una empresa grande, y el mundo sigue andando.

Teléfono discreto en la oficina. Aprovechás la última hora de la tarde para llamar a La Plata:

—¿Kicho?

—Hola, maestro.

—¿Cómo están todos?

—Jodidos: Luigi viajó, Pato también. Los dos…

Sabés a qué viaje se refiere, pero seguís averiguando.

—¿Los otros?

—De vacaciones. ¿Y vos, ahí?

—Bien.

—Nene: me mudo. Ya sabés.

—Claro, tranquilo.

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