Mercedes apoya las bolsas de la verdulería y llama al ascensor. Sonríe. El apio está espléndido. Toda la verdura que trae es fresca. Puede escuchar el ruido de la cuchilla sobre la tabla: tac-tac-tac. Todo picado. Entra en el ascensor y marca el cuatro. Mira las bolsas y sus tobillos. Le duelen, se le hinchan. Todo el tiempo, hasta el cuarto piso se mira los tobillos y las bolsas. En los espejos se ven los rulos despeinados, apenas la punta de la nariz y una parte de la blusa color celeste. El ascensor no para en el cuarto. Para en el quinto. 

Mercedes abre la puerta, sabe que está en el quinto porque el cinco está en rojo. Hola, Pedro, dice de memoria sin levantar la cabeza. Pedro no contesta. Pedro no está. En su lugar, hay una caja enorme. Mercedes, dice la caja, ella levanta la vista y se mira en el espejo por primera vez en días. En meses. Las canas siguen ahí, en sus rulos. No son tantas. Mercedes, acá, atrás de la caja, soy yo, Pedro, ¿podés bajar del ascensor?

Ay, por el amor de Dios, Pedro, pensé que me hablaba la caja, y él, ay, Mercedes, vos siempre tan divina, que me espera un flete abajo, que me cobra por hora, y ella, pero qué desgraciado, y él, que si no te molesta que baje la caja, que entra justito, y vos después…

Mercedes lo ayuda a entrar la caja en el ascensor. Mercedes tiene fuerza.

Inclinada mejor, dice ella, y él, mejor derecha, y ella, primero inclinada, después derecha, haceme caso, y él, dale, genial.

Con cuidado, Mercedes, es pesada.

Ojo los dedos. Los dedos, Pedro.

Qué divina, le dice.

Una vez que calzaron la primera parte empujan.

Listo. Ya está adentro.

Pedro mete la mano a tientas y pulsa PB, después cierra la puerta.

Le da un beso en la mano.

Sos divina, di vi na.

Mercedes sonríe. Se mira la mano.

Pedro sale corriendo por las escaleras para ganarle al ascensor. 

Mercedes queda parada en el palier del quinto. El ascensor va a tardar. Pedro todavía tiene que bajar la caja. Y si el fletero es como todos, no va a mover un dedo para ayudarlo.

No hay apuro.

Mercedes no está apurada. Se apoya sobre la pared mirando la puerta del ascensor. La mira concentrada. Fijo. Está todo quieto. Ella sabe no hacer ruido. Estar quieta. Hasta el aire que respira parece no moverse para entrar en su cuerpo. No moverse para salir.

Después de unos segundos queda a oscuras. Se cortó la luz. Con el ascensor a medio bajar. Con la caja en el ascensor a medio bajar. Con el fletero esperando. O se apagó la luz del palier. Mercedes se acerca al botón, se concentra en no dejar de ver su mano derecha que se adelanta. Las uñas pintadas. De rojo como la luz del cinco. Hoy están pasando cosas, dice bajito. Sonríe, es una frase de antes, del campo.

La decían cuando pasaban cosas. 

Por ejemplo, la vez que Miguel encontró ocho sapos adentro del inodoro. Mejor dicho, una sapa y siete renacuajos. Todos los hombres de la familia les tiraron su chorro sin piedad. Un chaparrón. Un maremoto. 

Se prende. 

La puerta de Pedro se ilumina. Antes, antes de que se cortara la luz, que solo se había apagado, no la había mirado. Ahora se iluminó. La puerta de Pedro había quedado abierta. Apenas abierta.

Dejó la casa abierta. 

El fletero cobra por hora. 

Va a tener que quedarse ahí. 

Es un peligro. 

La casa abierta.

Los primeros quince minutos duran como tres horas y media. A ese ritmo va a envejecer parada en el palier. Así, quieta. Una naturaleza muerta. Ella parada, las bolsas en el piso. Mira la línea vertical de luz que se recorta entre el marco y la puerta abierta. Es muy finita, pero cuando se acostumbra puede ver. Es como un cuadro. Una pata de una mesa. El borde de una silla. Un saco colgando de la silla. Mal colgado. Los sacos se marcan si se los cuelga de un solo vértice. Siempre se lo dice a Miguel. Se lo decía. Todos los días usaba saco, en la época del banco. Después del campo. Pero antes de ahora. Porque ahora debe estar echado. Después de veinte minutos se marca. Mercedes puede evitar las marcas. Es simple: entra. Lo cuelga bien. En la silla, pero bien. Con un hombro en cada punta de la silla. Mira en todas las direcciones. El departamento tiene más luz que el suyo, a pesar de que son iguales. Iguales. Son todos iguales. Aunque Miguel nunca le dice divina, aunque a veces sí le decía alguna palabra amable. Antes. Mercedes suspira. El saco está bien colgado. Eso alivia a cualquiera. Mira la puerta. Sobre la mesada de la cocina, tan igual a la de ella, de mármol blanco, hay una tablita de madera. Le da un escalofrío, es por el apio. 

Cuchillo y tac-tac-tac, el placer de la verdura recién cortada. A los seis años le habían entregado el cuchillo por primera vez. De ahí en más fue la encargada de rebanarlo todo. Con placer. Con caridad. A pedido de la verdura. Como el apio, que lo pedía, y como Pedro, que le había pedido. 

Mira la puerta. 

Hubiera preferido una olla más grande, pero no encuentra. Hay bastante lío entre las ollas y las asaderas. Encendedor o magiclick. Examina toda la cajonera. Nada. Nada no, otras cosas. Ventana. Claro, fuma. Mira la puerta. Prende la hornalla. La puerta. 

Es conveniente poner la traba interna. Acá, en la ciudad, sobre todo. Tiene dos. Vuelve a mirar el saco. Ya no se va a marcar tanto. Aunque mejor sería una percha. Qué invento la percha. Agarra un cigarrillo. Lo huele. Lo guarda en el bolsillo de la pollera. Pasa un trapo por la mesada.

El aroma de la sopa es tan potente que se ve. Flota en el aire. Mira la puerta. Sonríe. Las trabas son una tranquilidad. Ella tiene varias. El saco está bien colgado, en una silla. Se va a llenar de olor. Mercedes le sacude de los hombros una caspa imaginaria. Lo acaricia. Lo levanta y va a colgarlo al ropero de la habitación. Son iguales los departamentos. Perchas hay. Se sienta en la cama deshecha, hace rato que no se mira los tobillos. Se levanta la pollera, están muy hinchados. Dos pelotas. Quince minutos con los pies para arriba. Mercedes se acuesta. El olor a hombre joven la hace toser un poco. Miguel debe estar acostado. Un piso abajo. Justo debajo de ella. Miguel, dice Mercedes, y él, ¿qué hacés, Mercedes? Y ella, dormí, Miguel. El diario abierto sobre la panza que sube y baja con los ronquidos. Uno acostado arriba del otro. Con mucho aire en el medio. Aire. Abajo, olor viejo. Conocido. Arriba… Se prende un cigarrillo. Tose. Los tobillos no eran su mejor parte, aunque si levantaba un poco la pollera, las piernas no estaban nada mal. Olor a cigarrillo. Y la ropa arrugada. Mercedes se saca la ropa y la cuelga. Perchas hay. Cuelga la blusa y la pollera. Y se acuesta. El cigarrillo apretado entre los labios. La ceniza está a punto de caer.

Cae.

Escucha un golpe. Se sobresalta. 

El ruido la desconcentra. 

Y si se para, y va a ver si es Pedro. Vestida o desvestida. Y si es. Y él dice, sentite como en tu casa, y ella piensa, ¿mal?, y dice, gracias, y él, en serio, Mercedes, no hay drama, sos divina. Escucha la llave. Es Pedro. Cierra los ojos. Se llena los pulmones con aire.

Está la traba, dice. 

Está la traba.

Camina. Apaga el fuego de la sopa. Camina por el departamento. En bombacha. En corpiño. La llave vuelve a probar. Estira las sábanas de la cama. 

Abre la ventana. Tira la colilla. Se acomoda los rulos.

Acerca el ojo a la cerradura. Se ve todo negro. No hay puesta ninguna llave. Mercedes piensa, sabe que es el ojo de Pedro lo que ve. Que está haciendo lo mismo que ella. Él quiere ver.

Ojo con ojo. 

Casi no hay aire entre las pupilas. Es imposible que se vean. 

Mercedes saca el ojo y pone una mano en la cerradura. Se da vuelta y apoya la espalda, la cola, los brazos, la cabeza contra la puerta. Se mira los tobillos.

Ella sabe estar quieta.

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