Con humor y desdén, Marcelo Zabaloy desmonta el concepto del canon literario, cuestionando las jerarquías y métodos que determinan qué se lee y qué se ignora. Una reflexión que no elude la lucha del escritor por ser recordado y las trampas del reconocimiento.

El canon, el escritor canónico, la redacción del canon y todo lo que tiene que ver con los decretos o estatutos de lo que se debe leer me producen un profundo escozor. Existen, se siguen, se rechazan y se establecen. Pero existir, existen e incluso muchos de quienes los rechazan quisieran figurar en uno. Después de todo, diría el Míster, a nadie le amarga un dulce, ¿no? Es como el Nobel o un best seller. ¿A qué escritor no le gustaría ganar el Nobel de Literatura? Claro, después de ganarlo hay que escribir el discurso y leerlo en Suecia y responder reportajes y firmar contratos (¿millonarios?) cuando a casi todos se les ha caído el pelo, los dientes y el abdomen. Pero el ego es el último refugio, y la ilusión de perdurar en el recuerdo de una biblioteca es un reflejo demasiado fuerte para negarlo cuando le toca a uno. Si le toca a otro, el reconocimiento, el Nobel o el lugarcito en el canon, siempre es un autor sobrevalorado, puro marketing o cosas por el estilo. Es decir la pura y comprensible envidia. Todo muy humano. Ahora bien, mi prurito está dirigido a los que se erigen como “referentes” en general, pero en este caso de la literatura. ¿Por qué? Porque no alcanzo a entender dónde queda la entrada al antro de la consagración. El ingreso al ranking. ¿Cómo es el proceso para que un buen escritor desconocido sea leído? ¿Los concursos? ¿Los talleres literarios? ¿Los contactos? Los editores están abarrotados de lecturas pendientes y además cargan con los problemas propios de toda empresa comercial. Entonces no pueden leer nada nuevo y deben optar por publicar lo que vende. Los talleres literarios son un rebusque legítimo, pero son un rebusque, un kiosco, un lugar donde un literato vende su noujáu. Porque si quiere vivir de lo que escribe, el pobre se muere de hambre.  Y los concursos, dicen, se arman para promover figuras nuevas o para promover libros nuevos de figuras establecidas (aunque de todos modos confieso que a veces me he visto tentado a participar y quizás siga tentándome). Los talleres literarios vendrían a ser como las escuelitas de fútbol que detectan jugadores desde el jardín de infantes en los barrios pobres soñando con su Dibu, su Lautaro, su Diego o su Lionel. Todo muy legítimo, sí. Pero.

Entonces quedan los amigos. En buena hora, enhorabuena por los amigos que difunden lo que escriben los escritores amigos. Pero la realidad es que por lo general uno es amigo de tipos que no leen o que no les interesa la literatura como tal. Y la otra verdad provisoria es que los escritores contemporáneos se jactan de que no leen autores contemporáneos. Por lo tanto, al escritor contemporáneo desconocido solo le queda la ilusión de morirse y que la gloria y la fama le lleguen de manera póstuma.

Por eso reniego de los catálogos de imprescindibles. Podría, para este artículo al que tan generosamente me han convidado, recurrir al deprimente name dropping, pero no voy a hacerlo. Me tienta sí decir que si incurriera en el terreno de la catalogación pondría en la cima de los escritores en lengua casta y llana a un escritor de mi región, un célebre vecino, que se ha dado el gusto de escribir más de cien novelas y sigue escribiendo. Nadie ha hecho eso, que yo conozca. Y sin embargo es más discutido que apreciado. Y menos leído que defendido por una iglesia de fieles seguidores hacedores de congresos, péipers y tesis doctorales ¿Y después qué? ¿Quién lo sigue? No name dropping. Los de siempre, los clásicos, los imperdibles, los imprescindibles, los must, los inclasificables. Es todo un lío. O están todos en cualquier orden o no está ninguno en ninguno. Leo por gusto desde los diez años, más o menos. Creo que nada de lo que he leído desde entonces no me gustó. ¿Cómo podría sugerir una biblioteca ideal sin caer en todas las injusticias y olvidos posibles? Lo más que podría hacer es recomendar un libro a alguna persona a quien conozco o bien a alguien cuyos gustos intuyo por lo que trasciende en una conversación.

Los rankings, las listas, los catálogos, los cánones, el top ten, etcétera no tienen mucho sentido. El lector se va formando con los años yendo de libro en libro según los va descubriendo, atendiendo a alguna recomendación de un profesor carismático, algún golpe de suerte, por el oportuno consejo de un buen librero, de un amigo lector, de un artículo bien escrito en algún suplemento de cualquier domingo siete.

Eso sí, si alguien publica un canon, no puedo evitar prestarle atención y expresar, en absoluto silencio, mi inofensivo reproche o mi discreta admiración.

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