Hice de escritor fantasma una sola vez, hace ya mucho, y desde entonces vengo esquivando toda oferta que me llega para escribir el libro de alguien más. No extraño el dinero extra, no lo necesito, ni siquiera recuerdo en qué gasté el que me dieron. Solo volvería a la penuria de ser un fantasma que escribe si todo a mi alrededor fuera penuria. No es el caso, de momento, y ojalá que nunca lo sea.
Suele pensarse en el escritor fantasma como la figura que está detrás, en la sombra, urdiendo las palabras y las ideas que el autor presunto no puede o no quiere urdir. Lo de “fantasma” tiene una connotación siniestra, como si la figura en la sombra ocultara un poder vampírico, un aire como de súcubo. No es una imagen del todo errónea: hay películas que la exprimen (recuerdo una no muy buena de Polanski que agregaba espionaje y tensión geopolítica) y hace no tantos años un escritor fantasma se vengó de la tacañería de su empleador, un miserable filósofo televisivo, al plagiar casi íntegro su último adefesio editorial, lo que desembocó en un escándalo que por supuesto manchó al filósofo y no a su amanuense.
A mí, sin embargo, no me fue concedida la gracia de arruinarle la carrera a nadie. Lo único que obtuve de mi ejercicio como fantasma fue la transparencia, la desnudez ectoplasmática. Fui un poco como Canterville: simplemente no estuve.
Ya no recuerdo bien de qué iba el libro. Algo sobre solidaridad, sobre ser un emprendedor para el otro, entregarle porciones mínimas de tiempo y recursos y así inspirar a los demás a hacer lo mismo, una de esas contorsiones en las que abreva cada tanto el capitalismo para lavarse las culpas sin ver demasiado perjudicados sus márgenes de ganancia. El libro iba a llevar las firmas de un empresario exitosísimo y de un actor famoso, biotipo del yerno ideal, buenmozo y atento. El tipo de la consultora que gestionaba el proyecto me dijo que tendría que intercalar experiencias de ambos autores con estudios de caso que demostraran la viabilidad de ceder un poco para propiciar el derrame altruista. La paga era decente, muchas de las entrevistas ya habían sido desgrabadas, solo tendría que darles forma. Sin entusiasmo, aunque entendiendo que el entusiasmo no era combustible en esas lides, dediqué una semana a preparar el primer capítulo, que narraba el despertar solidario del empresario exitosísimo durante una visita a una escuela rural del norte argentino.
Silencio de días. Después el tipo de la consultora me llamó por teléfono.
—Quieren más —me dijo.
—¿Más qué?
—No sé: más.
Más emoción, más arenga, más discurso, y sobre todo más páginas. Al parecer, la clientela no favorecía aquello que yo entendía por buena escritura: tensión, ambigüedad, mostrar sin intervenir, dejar espacio al lector para que construya su casa dentro de la prosa. “Si es necesario, inventá”, dijo el tipo de la consultora. “Hacé lo que quieras, pero démosles más”.
El viaje del empresario recibió entonces una inyección de épica. Creo que hasta salvó a la escuela de su desaparición y de los cerros brotaron agradecidas sonrisas blancas de niños aborígenes. Escribí durante horas, envuelto en una llama falsa, sin mirar atrás ni preocuparme por lo que aparecía en la pantalla. No estaba acostumbrado a avanzar tan rápido. Siempre escribí con lentitud, apilando y desechando, flagelándome en tiempo real por mis muchas imprecisiones, y de pronto me encontraba ante el reverso muscular de la escritura. Que el resultado fuera una completa bazofia no importaba: por una vez sentía en la cara el viento roto por mi propia velocidad, estaba haciendo cantar al teclado, ejerciendo la potencia exterior de un escritor auténtico en la conquista de su novela total.
El sentimiento no duró. Para el tercer capítulo ya estaba harto de ausentarme en el tecleo. El libro a entregar no paraba de crecer, el tipo de la consultora seguía enviándome desgrabaciones y al final del día se me hacía cada vez más difícil sacudirme el vacío para hacer otras cosas. En el fondo todos sabemos que la división del trabajo es una estafa. La mayoría de la especie humana empuja el lápiz para sostener el sistema, no para hacerlo progresar, y hasta ese día no me había dado cuenta de que la escritura también podía ser eso: una tarea insulsa, un filamento microscópico de la nada colectiva que da cuerda al mundo. Mis horas se desabrieron. Dejé varios cuentos sin terminar, dejé de leer. Al apagar la computadora, solo me quedaban fuerzas para mirar televisión o dormir.
No ayudó tampoco que el libro entrara en una zona de turbulencia. El actor famoso abandonó sin aviso el proyecto, lo que interpreté como una crítica velada a la calidad de mis borradores, y fue reemplazado por un conductor de TV igual de famoso y con la misma propensión a la filantropía. El cambio implicó más reescrituras y un retraso considerable de la fecha de entrega, lo que a su vez deshizo mis vacaciones de verano. Había que llegar a la Feria con el libro impreso, ya no podíamos parar, el tipo de la consultora me ofreció más dinero, soy un ser inmundo y terminé aceptando. Se me escurrieron cinco meses más sentado en mi escritorio, tamborileando la música sorda que llenaba de letras la pantalla, cinco meses en blanco que no me sirvieron de nada ni le servirían a nadie que descubriera el ejemplar futuro en algún escaparate y decidiera comprarlo para iniciarse, de una vez por todas, porque la vida burguesa no es suficiente, en la virtud de una generosidad indolora y modulable.
Cuando entregué el último capítulo, me llevó semanas regresar a la rutina previa. De a poco retomé mis cuentos, volví a tropezar con mis limitaciones de escritorzuelo, a borrar páginas enteras, a enloquecer en la persecución del verbo huraño. No son muchas las satisfacciones que me ha regalado la literatura. Sé que es mucho más lo que le doy que lo que ella me devuelve, pero no me quejo. La literatura es mi modo de estar presente en soledad, el único que encontré hasta ahora, una convicción que ni siquiera necesito defender. Si cualquier otra persona cree que no hay valor en eso, no tengo nada para contestarle. O sí: allá está la puerta.
Una noche, meses después de la presentación en la Feria, a la que no fui, estaba haciendo zapping en la oscuridad de mi living cuando di con el conductor famoso en un programa de entrevistas. Sentado en un sillón gigante, la camisa abierta hasta el esternón, respondía con encanto las preguntas del público. Sobre uno de sus muslos descansaba un ejemplar del libro. Cuando le dieron pie, lo mostró a cámara y habló de lo intenso que había sido el proceso de escritura. Después dejó el libro en el piso y se rio mientras le preguntaban por el secreto del éxito de su matrimonio, que ya contaba dos décadas. Imaginé el libro juntando frío en el piso del estudio y sospeché que el conductor lo olvidaría ahí cuando el programa terminara. No me pareció bien ni mal. Ese conductor y ese libro se merecían mutuamente, y yo no tenía nada que ver con ninguno de los dos. No había estado, nunca estuve. Con impune solemnidad, como si hubiera alguien más atestiguando el momento ahí en lo oscuro, alcé el control remoto y busqué los canales de deportes.
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Manuel Crespo (Argentina). Su novela Los hijos únicos ganó en 2010 el primer premio del Concurso Nacional “Laura Palmer no ha muerto” y fue publicada ese año por Gárgola Ediciones. Publicó relatos, crónicas y reseñas en revistas y antologías de Argentina, España, Estados Unidos y México. Fosfato, su primer libro de cuentos, resultó premiado en 2018 en el concurso anual del Fondo Nacional de las Artes de la República Argentina y publicado en 2019 por Ediciones La Parte Maldita. Es editor de la sección “Otras literaturas” en www.revistaotraparte.com.