Es de noche y estoy mirando una película iraní. Un auto se detiene frente a una farmacia ubicada sobre una avenida ancha, con algo que remeda un bulevar, pero que no llega a ser. Esa escena me evoca otra. Aunque se trate de lugares que no conozco, por supuesto, porque los lugares que podemos conocer son, en verdad, muy pocos y tal vez por eso necesitamos asociarlos a algo cercano. Este me parece Villa Gesell para el lado de Mar de las Pampas. Con esos edificios sobre la avenida, ¿es la 3?, que se me hacen hechos de arena y caracoles.
Me pregunto dónde estoy. La noche, afuera. Ventana y luces de caramelo que explotan o explotaron en otras ventanas, enfrente. Dejé la película. Escucho música.
Mahler. La Segunda. El quinto movimiento. Alrededor de los veinte minutos comienza una sección insuperable. Música caída del espacio exterior. Cada vez que la escucho lloro. Esa sección comienza con el coro cantando en pianísimo, un crescendo que muestra las disonancias que ya estaban en él. Después la orquesta te envuelve como si fuera una enredadera, te aprisiona, te saca el aire, te besa. Y después vienen pozos en el espacio. Vas como por un tapiz y caés de repente en un agujero que te abraza. No hay nada amenazante. Sin embargo, es todo desconocido. Qué pedorro que sos para contar lo incontable. Dejá que pase el tiempo. Dejá que corra la música. No se relata eso. No hay forma de hacerlo. Y si hubiera, no está en tus manos.
Patético. Te leo y te borraría. Dame un minuto y fluush, te mando a la destructora, no te merecés ni el reciclado papelero. Es otro tiempo, no importa cuál, y la remera te queda chica y, sobre todo, ridícula. Leo la onomatopeya y está mal. Para la velocidad a la que se resuelven las cosas detrás de la pantalla, no hay escritura que aguante. Por eso, está bien. Moebius. Se ve que, mirando por la ventana, de noche, por supuesto, solo se te da por estrafalar superficies. La pantalla se te viene encima con sus múltiples aperturas, hongos, lunares pintos que saltan y traen (oh, oh, oh) tantas cosas que cortan y multiplican el espacio disponible para una escritura inútil. Toda escritura es inútil. ¿Qué agrega? ¿Qué aporta? ¿Qué resta? ¿Toda escritura es inútil? Dejá de lado tu necesidad.
Hoy viste caminar moscas por el aire. Tienen ojos increíbles, eso dicen. Una vez escribiste: arrancarles los ojos y, mientras sangran, comerlos. Fua. En esa época te creías Bukowski. ¿O qué, quién? Inventabas palabras, esas cosas que seguís haciendo. ¿No serás sicótico, vos? Cirrótico. Eso serás. La noche avanza y aplana cosas. Entre ellas, palabras. Las palabras, las cosas con las que nos embuchamos mutuamente. Te mirás con alguien en la calle y chas, hay algo dicho que no sonó. El otro se fue con un runrún que, antes o después, se lo va a pirobar.
Moscas, mosquitos, sarpe de alimañas y enredaderas venenosas que te bloquean y te taruscan. Respiración raspa de aire arranca pliegues endodérmicos. Como quien se limpia, con la uña larga del meñique, los restos de una comida peste de entre los dientes usados. ¿De qué va todo esto? Mercachifle. Llueve. Se puede sentir el peso del verano próximo en Buenos Aires, una plancha de humedad que baja y baja hasta llevarse el aire a otra parte.
Pasó la lluvia. Pasó la luz roja en la ventana. Por ahora no está. Pasó el calor. La humedad. Pasó. Una mañana me escapé de un hotel en Santa Fe. Dije: voy a ver cómo está el tiempo, y apenas salí a la calle comencé a correr poseído por el deseo de escapar. Mi madre y su marido habían discutido fuerte en el viaje y ella le pegó mientras él manejaba. Esa fue mi excusa. En realidad, tenía la idea instalada desde antes. Tenía doce años. Corrí por la ciudad buscando la calle Buenos Aires, donde vivía mi tía Haydeé, a quien pensaba pedirle asilo. Llegué hasta la puerta. Me detuve frente a ella. Hubo un fenómeno raro, porque me pareció que no era, a pesar de que la dirección era la correcta. Di media vuelta y seguí corriendo. Después caminé, porque para entonces ya estaba bastante gordo y, aunque era invierno, empezaba a sentir el calor. Después de que me encontraran, recuerdo la cara de mi hermana, de cinco años, tomando café con leche en un bar, divertida, sonriente, diciendo juegos. Recuerdo a mi madre, detrás de sus anteojos de sol grandes como televisores, con un saco de lana bordó tejido al crochet por ella misma, esperando que le explicara qué había pasado. Recuerdo a Ricardo, su marido, diciendo cosas como para destrabar el aire que se había vuelto de margarina. No me recuerdo a mí. Ni sé cómo estaba vestido. Recuerdo el olor del río, tan familiar, tan hundido en el pecho. Río, laguna, no sé. Recuerdo que después Ricardo me dio una semana para que pudiera pensar qué había hecho y les explicara a ellos el asunto. Creo que fue uno de los actos más amorosos que recibí en esa época.
Atravesar un cuerpo y pasarlo del otro lado como si fuera una membrana insensible. Una costra piel seca resiste lluvia sudeste. ¿Hay algo más opuesto a la depresión tropical que la sudestada? ¿Hay, hoy, sudestada? Chicha libre. Depresión tropical. La sudestada es viento con agua, humedad, tapón hídrico, dicen los técnicos para justificar las inundaciones, el río que se embravece, spray marrón de caca voladora que va, va y va, alerta meteorológica, que, qué. No me molesta la sudestada. Es una marca, un aire propio. Como el zonda o el pampero, pero esos son más desérticos y calurosos. El calor es una deformidad. Es como hacer un helado de brea.
La voz pasa entre los huesos viento interior no se entiende. La palabra, cierta fluidez, marca de clase, de traición. El obstáculo como escudo, refugio, seña de identidad. Lugar que arma otra dicción, la jerga, una pertenencia que te salva. El lenguaje es una gorra. Ponete la gorra. Las palabras salen balas matan enemigos arman trinchera. Todo hablando como un viento que pasa entre los huesos que van quedando al aire.
De rodillas. Cuántas cosas se hacen de rodillas. Se reza. Se chupan pijas, culos y conchas. De rodillas sobre maíz se castigaba. O se castiga. De rodillas se pone a un país. De rodillas, jamás. Se implora. ¿Es posible escribir de rodillas? Estaba La Rodilla que canta, Heleno, un pelado que hacía canciones melódicas que eran un vómito muy pegadizo, en los setenta. Con la rodilla, la paralítica. Pedazo de rodilla me arranqué contra un filo de hormigón armado. Hubo infección y forúnculos. Salté. Corto. Golpeé contra el filo del hormigón que tapaba una zanja en la que, alguna vez, habíamos intentado desarmar una bala 45, y me arranqué un pedazo. Corrí al baño me mojé y para no mirar ni ver la herida me até un pañuelo blanco de algodón que quedó por un par de días hasta que se pegó y mi tío me lo tuvo que sacar con agua tibia y salían cosas amarillentas y espesas que no sabía de dónde venían, una pastelera podrida que frusifrusi salía y salía y de la que no recuerdo el olor. Sí, en cambio, el del mertiolate, que, en cantidades desinfectantes, me puso mi madre, después, con una gasa en medio de gritos provocados por ardor sin olvido. Y después, el cicatul. Era una gasa impregnada con moco curativo y antibiótico. En el muslo, dos forúnculos. Eran estrellas de pudrición. Un anticipo de lo que vendrá, seguramente.
Es medianoche pasada. Trece minutos, andado y sereno. Rodillas peladas y cicatriz que no llega. Esa piel rosada y suave. Sentate en banco de carpintero de carpintería abandonada y dejá que el cusquicusquicusquito se recueste debajo, enroscado sobre sí mismo en cama de aserrín, sin mirarte, pero teniéndote ahí, madero de san Juan. Algo es algo, dogor.
Penumbra de tardecita silencio. Brilla la luna. Siempre parece fría. Unos caños caen más allá. Hay vida. Veo las ventanas iluminadas y es lindo ese paisaje. Cajitas de caramelo luz. Carameluz, mejor. Adentro los que están son playmóbiles o siluetas de cartón. Salvo por un cable que se mueve con el viento, todo parece estar detenido. Ahora ni el cable. Bajo el brillo de la pantalla para que no choque con esta paz oscura. Del pino que está en el pulmón de manzana salen figuras dinosaurio. Cabezas sin mandíbula. Brazos que se extienden en súplica o huida. De golpe todo está quieto. El ascensor se detuvo hace un minuto y puede haber sido el último movimiento del mundo. Quién puede saberlo. No es joda el silencio. Es una materia rara. No es solamente una ausencia, sino que él hace presente algo en lo cual podemos hundirnos como si lo hiciéramos en un espacio de gomaespuma agujereada, sin fin, sin salida. Mejor no seguir. O sí y ver qué pasa.
Máquina: hay que detener todo, todo movimiento, y sentarse en el baño, a oscuras, a escuchar la lluvia y atrás el motor de un Citroën que pasa. El ruido de las chapas golpeadas por las gotas trae una cosita gris, aplacada, fresca o fría. Trae el sonido de una soledad. Hay que apagar todo, máquina, todo. Las luces, las radios, quedar apenas con el brillo necesario en la pantalla para poder escribir de memoria eso que cae y cae desde otro tiempo. Una música inesperada y vieja, siempre vieja, que cada vez que llega rebota en las paredes del marulo con sones coso.
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Alejandro Conrad (Argentina). Es egresado de la Facultad de Psicología de la UBA. Ejerce la clínica psicoanalítica desde 1990 y ha desarrollado paralelamente actividades relacionadas con la escritura (ensayo,ficción, poesía) como aficionado, así como también en el campo de la música.