Cuando Elsa Drucaroff publicó Los prisioneros de la torre. Política, relatos y jóvenes en la postdictadura (Emecé, 2011), ya había dedicado muchos años al estudio de lo que se denominó Nueva Narrativa Argentina. En ese libro, la escritora y docente desarrolló ampliamente no solo qué consideraba ella que era y que no era NNA, sino que postuló qué temas, qué procedimientos la conformaban. En ese sentido subrayaba que no se trataba solo de un recorte generacional. Había, por ejemplo, un trauma postdictadura que estaba operando de maneras directas o muy indirectas en la literatura argentina. Más de una década después de su publicación, Los prisioneros de la torre sigue dialogando con el presente de la literatura y con los modos en que se construye eso que llamamos canon.
¿Cómo trabajaste, desde el punto de vista metodológico, la definición de los criterios demarcativos de qué es la Nueva Narrativa Argentina?
Llegué a esos elementos inductivamente. Es decir que no fui a buscar esos criterios: me los encontré. Empecé a notar que había una producción nueva en nuestra literatura, que estaba teniendo pregnancia en lectores de su generación. Lo vi porque mis estudiantes me empezaron a hablar de libros de contemporáneos suyos o de autores apenas más grandes. O incluso de autores publicados en Biblioteca del sur en los noventa, que se habían dejado de leer o que en Puan eran una especie de mala palabra. Sin embargo, mis estudiantes de Puan me hablaban de Rodrigo Fresán, de Juan Forn. Recuerdo a una piba que me pasó un libro de Eduardo Muslip, que en ese momento tenía treinta y pico de años. Me empiezo a enterar —porque, además, algunos me invitan— de que hay lecturas, de que hay fiestas. Empiezo a ir y pienso “la pucha, acá está pasando algo”.
Es ahí que me pongo a leer, y cuando me pongo a leer veo algunas constantes. Al ver esas constantes decidí que tenía que hacer un recorte generacional y ver qué sucedía con eso.
Estaba bastante de moda en ese momento el concepto postdictadura, así que me fue fácil encontrarme con efectos de la dictadura en la literatura. Era, además, algo que venía pensando a partir de la lectura de libros de finales del siglo XX, pero que encontré con más fuerza en estos pibes.
Ahí aparece esa estructura que vos llamás “dos pero con uno muerto”, que es central para entender la Nueva Narrativa Argentina.
Claro, cuando me refiero a que encontré constantes, no es que toda esa literatura hablaba de Videla o de los desaparecidos (aunque algunos sí, por supuesto). Lo que vi fue que había muchas historias en las que hay un personaje que siente un doble, pero ausente. Me acuerdo de una novela de Patricia Ratto en la que hay una mujer y un perro, y el perro es el fantasma. O en Opendoor, de Iosi Havilio, en la que todo el tiempo hay pares: hay un señor que se llama Jaime que tiene un caballo que se llama Jaime y se le muere; hay una muchacha que tiene una novia y la novia desaparece. Y así. Esta estructura enhebraba muchas obras. Me di cuenta de que había ahí un inconsciente colectivo que estaba contando esas historias, y no necesariamente eran historias sobre la política reciente del país. Era un inconsciente que iba más allá de la imaginación individual, y eso me resultaba muy fuerte.
Uno de los tantos problemas, uno de los tantos traumas que dejó la dictadura, fue que separó a la sociedad argentina de sus libros, que había sido un lazo muy fuerte desde los años cuarenta. Aun en la dictadura se seguía leyendo. Pero cuando viene la postdictadura ocurre esta cosa traumática que es que los libros quedan realmente asociados con la derrota. Los libros eran la insignia de las consignas de la revolución. El público lector deja de mirar literatura argentina. Empieza a leer a Paul Auster o a cualquier cosa que no sea argentina ni latinoamericana. El mercado deja de apostar por nuestra literatura. En esas circunstancias, el canon nacional queda totalmente agarrado de lo que dicta la academia, y de nada más. Pasa a ser el único factor, y eso enrarece todo.
La generación que produce el levantamiento de 2001 sale del ostracismo y de lo depresivo de la juventud de la década del noventa, y empieza a creer en juntarse. Después el kirchnerismo les da todavía más oxígeno y se genera otro clima, en el que la sensación es que juntarse vale la pena. Recuerdo haberlo percibido en esas fiestas, en esas reuniones que mencioné antes. Empieza a haber una especie de espíritu de cuerpo por la literatura argentina. Además, como muchos de esos autores no estaban consagrados, había mucho espíritu de colaboración. Aparecieron los blogs, la posibilidad de las tiradas muy pequeñas, muchas editoriales independientes. Eso va construyendo un movimiento, y ese movimiento termina siendo mirado por la academia. De hecho, cuando escribí Los prisioneros de la torre me propuse eso. No meterlos en el canon en un sentido estúpido de volverlos los más grandes escritores de la Argentina, sino ponerlos adentro de lo estudiable por parte de la academia. Y en ese movimiento algunos necesariamente iban a entrar en el canon (cosa que en algunos casos pasó). Pero había oxígeno cultural y político para que eso sucediera, y un movimiento existente. Ese movimiento buscaba representatividad, buscaba establecer una agenda cultural, y yo me propuse ser, de alguna manera, su vocera. Estaba en la academia y además conocía a los escritores. Y lo hice.
Cuando detallás las características específicas de esa Nueva Narrativa Argentina, decís que se trata de un “movimiento vivo y dinámico que trasciende las fronteras de la academia y no depende exclusivamente de ella para su consagración”. ¿Pero qué es esa consagración, qué implica?
La consagración implica muchas cosas. Me pregunté mucho por el canon mientras hacía el libro (y después). Además, en la literatura, la consagración es un concepto que puede historizarse. No era lo mismo ser un autor consagrado en 1890 que serlo en 1960 o en la actualidad. Hay muchas formas de consagración, y a mi modo de ver un canon se construye de un modo sano cuando no hay un único factor influyendo.
Un factor tiene que ver exclusivamente con el reconocimiento muy prestigioso de la academia. La academia resuelve que un escritor o una escritora (normalmente era más un escritor que una escritora, ahora por suerte eso ha cambiado un poco) ocupa un lugar de grandeza (y es “grande” en tanto que contemporáneo. Después entramos en otras maneras de consagración cuando los autores están muertos). Quienes conforman la academia empiezan a darle manija, a incluirlo en los programas de narrativa muy contemporánea. Lo hicieron con Mallea, lo hicieron con Cortázar, lo hicieron con Saer. Ese procedimiento es retomado por la industria editorial de maneras raras. A veces, como pudo haber pasado con Saer, una editorial grande y prestigiosa elige publicarlo sabiendo que no va a vender muchísimo, pero que su presencia en el catálogo prestigia a la editorial (y que indirectamente cobra los beneficios por otras ventanillas).
A veces el escritor o la escritora llega a un público culto, importante, gracias al descubrimiento de la academia. Y a veces no. A veces ese escritor queda encerrado en el ámbito de lo que se denomina “de culto”, y no lo conoce prácticamente nadie por fuera de los programas académicos.
Después está la cuestión de cuánto va a durar esa consagración. Porque también hay un fenómeno por el cual la academia consagra algo que considera muy bueno, pero en un momento se vuelve realmente masivo, el público lo recibe con mucho entusiasmo, y la academia —que muchas veces trabaja como una policía del capital simbólico— empieza a mirarlo con desprecio. Esto pasó con Cortázar, con García Márquez, con Vivaldi en la música. Josefina Ludmer empieza su carrera con un maravilloso análisis de Cien años de soledad, un libro extraordinario, y después se arrepiente. O Noé Jitrik, que había estudiado en profundidad a Cortázar y después hablaba de su obra como mirándolo por encima del hombro. ¿Por qué? Porque ya lo lee cualquiera.
Otras veces la academia cumple un rol muy positivo, que es descubrir obras que el mercado no podría descubrir. Entonces descubre a Saer, o levanta a Borges —porque no lo descubre pero sí lo eleva— y lo sostiene. Y eso es bueno.
Hay vasos comunicantes muy fuertes entre la academia, la consagración y lo que va pasando con el mercado, que es la única promesa de garantía de que el libro llegue a todo el mundo.
Otro mecanismo de consagración es la que hace el público. El público lector decide, elige, descubre. Mucho de eso fue pasando con la Nueva Narrativa Argentina. Un público lector joven descubrió, por ejemplo, a Samanta Schweblin. Es un caso muy interesante para analizar (porque además es mujer, y era muy joven, no tenía ni treinta años). Samanta había escrito un libro para una editorial pequeña (Destino) que se llama El núcleo del disturbio. El libro no se había vendido. Pasados unos meses, se salda. Va a las ofertas. Paralelamente a eso está naciendo este movimiento de la Nueva Narrativa Argentina, y hay gente que descubre El núcleo del disturbio, y lo convierte en un best seller de saldos. Estaba en algunas librerías de saldo, y todo el mundo iba a comprarlo. Recuerdo que la gente de la librería Dickens me decía “Es loco esto, se nos agotó un libro de cuentos de una tal Samanta Schweblin”. Esa es una forma de consagración que sucede cuando un público lector te descubre y te levanta. Eso puede derivar en que la academia te preste atención o en que la academia te desprecie. Depende de muy sutiles situaciones.
Hay un pasaje muy importante de tu libro: la lista (que en verdad son dos, correspondientes a la primera y la segunda generación) en la que establecés qué escritores y escritoras forman parte, para vos, de la Nueva Narrativa Argentina. ¿Cómo la conformaste? ¿Buscabas tocar alguna fibra puntual de la conformación del canon?
Me propuse hacer la lista no como una lista de lo que me gustaba, sino que intenté armar una especie de peso de visibilidad. Las cosas que me parecían realmente infumables, que estaban por debajo de cualquier calidad elemental del manejo técnico, no las puse. En un piso de calidad muy mediocre puse todo lo que pude. Hasta arriba, hasta lo verdaderamente excelente. ¿Por qué? Porque leí una vez algo que escribió Elvio Gandolfo, que es un crítico con mucha cabeza que pensó ampliamente el problema de la literatura, sobre la ciencia ficción. Él decía que la ciencia ficción no existía en la Argentina, porque había algunos escritores que escribían ciencia ficción, es verdad, y muchos de ellos eran buenos o muy buenos, pero no había algo fundamental para la existencia de una literatura: un enorme piso de obras malas, una parte muy amplia de obras mediocres y una punta de obras buenas que debía ser lo más nutrida posible. Esto no pasa con la ciencia ficción, porque lo que hay es alguna obra buena. Con esas ideas como marco, yo quería construir como objeto una Nueva Narrativa Argentina. Como objeto de donde hubiera canonización posible. En esa lista, para mí, hay un piso, hay un medio y está la punta de la pirámide. Se cumple lo que postulaba Gandolfo. En esos nombres que cito hay gente extraordinaria, y mucha, por suerte, llegó realmente a ser representativa de la buena literatura argentina actual. No fue por mi lista, sino por su producción. También hay gente que a mí me gustaba y después no escribió más. Y hay autores bastante malos que también están en esa lista.
Es decir que con tu lista —y con el libro— buscabas tener participación en la conformación del canon.
Yo me propuse explícitamente incidir en la construcción del canon. Y creo que lo logré. Hoy, tantos años después, quizás no pondría algunos nombres, pero estoy contenta con Los prisioneros de la torre. Se necesita, seguramente, una actualización, porque se integró otra camada de escritores. Pero creo que el libro planteó polémicas, hizo pensar, trajo discusión y finalmente habilitó futuro.
Tiene que haber al menos otros dos grandes factores de consagración: el público lector, que se puede enamorar de la literatura más tonta, superficial y facilonga, pero también puede descubrir obras que no son ni tontas ni superficiales ni facilongas. Y levantarlas y quererlas y reconocerlas porque valen mucho la pena. El gran público puede y tiene que ser un factor. Y la academia tiene la obligación de no despreciar a priori nada que el gran público consagre. Tiene la obligación de leer y pensar, de leer y opinar. La academia se puede hacer la pregunta sociológica sobre por qué el público consagró tanto a una literatura tonta como a una brillante. Tiene que haber un diálogo. Mariana Enriquez, por ejemplo, que está en la lista de Los prisioneros de la torre, fue consagrada por el gran público. De hecho fue consagrada por un público adolescente (que no había leído mi libro) en la década de 2010 a 2020. Y después el mercado hizo lo suyo, y la academia fue a mirar lo que ella estaba escribiendo. Ahí se produjo un círculo virtuoso.
El otro factor que creo que debe existir es la consagración por parte de los y las colegas. La consagración de los pares. Eso le pasó mucho a Schweblin. Y estuvo muy bien que así fuera. En la consagración de Samanta, lectores como Ana María Shúa o Guillermo Martínez tuvieron mucho que ver. Pero no solamente porque son generosos, sino porque son inteligentes, y porque la consagración de alguien ayuda al movimiento todo. De hecho creo que este último criterio es el más confiable. Cuando suele haber consenso entre pares sobre la calidad de algo es difícil que esa obra no sea buena, al menos para los preceptos canónicos de ese momento histórico.
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Elsa Drucaroff (Buenos Aires, 1957) es escritora y docente. Es doctora en Ciencias Sociales (UBA) y profesora en el ISP Joaquín V. González y la Facultad de Filosofía y Letras (UBA). Es autora de las novelas La patria de las mujeres, Conspiración contra Güemes, El infierno prometido y El último caso de Rodolfo Walsh, del libro de relatos Leyenda erótica, y de los ensayos Mijail Bajtín. La guerra de las culturas, Arlt, profeta del miedo, Los prisioneros de la torre. Política, jóvenes, literatura y Otro logos. Signos, discursos, política. Dirigió La narración gana la partida, Historia Crítica de la Literatura Argentina, vol. XI. Publicó más de un centenar de artículos literarios y dio cursos y charlas en distintas universidades. Obtuvo el Premio Konex de Platino al mérito en el rubro Ensayo literario.
Diego Tomasi (Morón, 1982) es guionista y productor de radio, fue productor de Congreso Gombrowicz y actualmente forma parte del equipo de Desmadres. Publicó las novelas Mil galletitas (Hojas del sur, 2016) y Mi madre es un pájaro (Libros de UNAHUR, 2022); los libros de no ficción Cortázar por Buenos Aires, Buenos Aires por Cortázar (Seix Barral, 2013) y El caño más bello del mundo (Hojas del sur, 2014); la crónica Los mundiales invisibles (Milena Caserola, 2023); y el libro de cuentos El hombre que miraba (ECEI, 2000).