—¡Agárralo, que se tira!

El grito congregó una multitud. Convencido de que caería volando suavemente como Mary Poppins, Fefé ondulaba peligrosamente en el borde de la azotea, aferrado a un paraguas negro. Detrás de él, mi madre —con su bata de casa floreada— estaba inmóvil como un muñeco de cera. Yo venía caminando de la escuela y los vi desde abajo, dos figuras irreales recortadas contra el azul del cielo y las nubes color hueso que anunciaban el comienzo de la primavera. En el aire, ya podía olerse el perfume de los frangipanis que dominaban el paisaje del pueblo. En unos meses, sus flores irían cayendo hasta formar una colcha sobre las calles; un tapiz amarillo y blanco destinado a pudrirse y soltar un olor nauseabundo. 

Subí los escalones de dos en dos. Temí llegar cuando todo hubiera pasado, pero ahí seguían y la bata de mamá parecía una bandera arrebatada por el viento. Me paré cerca. Mi cuerpo, contraído por el miedo, calcó cada gesto de Fefé; una danza silenciosa, un conjuro para creer que podría detenerlo. 

—¡Fefé, mi vida! ¿Qué estás haciendo? Ven, que te serví café. 

La voz de mamá era una concha frágil, una pared de vidrio, un pedazo de tiza. 

Tío Fefé siempre estuvo loco. Bueno, no siempre, pero ya lo estaba cuando nací. Loco de verdad, loco de remate, no es un eufemismo. Paciente psiquiátrico, diagnosticado con psicosis paranoide a los cuarenta años. Luego de la primera crisis, vino a vivir con nosotros y mis padres se encargaron de cuidarlo. Muchos les aconsejaron internarlo, pero ambos se negaron. Tampoco lo escondieron, como hacían tantas “buenas” familias. En el pueblo de mamá, por ejemplo, habían ocultado a un hombre toda su vida y, cuando vinieron a llevarse el cuerpo, la piel era un saco transparente y arrugado. No queríamos eso para Fefé, así que vivía en nuestra casa, comía en nuestra casa, dormía en nuestra casa. Su locura iba y venía, detonada por algún resorte secreto, pero, incluso en el campo minado de sus delirios, conmigo era siempre cariñoso. Tanto era así que hubo una época en la que le dio por asegurar que yo era su hija y que mamá había sido su esposa. Papá, su hermano menor, no decía nada, se lo dejaba pasar. 

—¿Recuerdas, Carmela, cuando te llevaba a los bailes en mi carro negro? 

—Recuerdo— contestaba mamá, que había entendido que lo mejor era seguirle la corriente. 

—Tú te ponías aquellos vestidos lindos y diademas en el pelo. 

Fefé, por supuesto, no se llamaba así, sino Federico Alberto. Es cierto que había tenido un carro negro. No cualquiera, sino un Aston Martin DB6. De joven, ganaba toneladas de dinero en el negocio de los puros y lo perdía con la misma facilidad. Viajes y fiestas, casino y mujeres. Era un hombre bien parecido, yo había visto fotos en casa de la abuela. Una en particular me gustaba mucho: Fefé, de traje y corbata, con el pelo engominado y un bigote rubicundo, miraba a la lontananza en una grada del hipódromo. Pero eso fue antes de la crisis, la suya y la del país, que a todos transformó en una copia fantasmagórica de sí mismos. Perdió su negocio, tuvo que trabajar en cualquier cosa, sobrevino una enfermedad que convirtió su rostro lozano en una máscara falseada por el dolor. Del hipódromo apenas quedaban tres o cuatro caballerizas y un terreno cubierto de yerbajos a donde ocasionalmente íbamos a jugar los niños. 

—Susana, mija, háblale tú. A lo mejor te escucha.

Me acerqué un poco.

—¡Tío Fefé, tío Fefé! Vamos a merendar. Mamá hizo café y hay pastelitos.

Nada. El paraguas abierto.

—Y después de merendar, vemos el libro de los animales.

El paraguas abierto y el abismo debajo.

—Mañana me llevas a la escuela. A mí me gusta que me lleves a la escuela.

Se dio la vuelta y cerró el paraguas. 

 No le había mentido, me encantaba que me llevara a la escuela. Eran los mejores paseos. —¿Cuántos árboles de mangos ves? ¿Cuántas matas con flores hay en ese cantero? ¿Cuántas piedras del tamaño de una rueda? Mira, un sinsonte; mira, un gorrión, ya empezó a cantar la paraulata. 

Si salíamos temprano, hacíamos el camino más largo y pasábamos por el río. Me contaba que, debajo del agua, vivía una bruja muy bella que se comía a los incautos. Yo contestaba que eso era imposible, que eran cuentos de camino, que papá me había dicho que las brujas no existían. Pero trataba de no acercarme a la orilla. 

A medida que me hacía más grande, me contaba otras cosas. Me hablaba de las ciudades que había visitado y las maravillas que había visto. “Cuando Miguel Ángel encontró el bloque de mármol, supo que adentro estaba el David. Tuve el privilegio de verlo en Florencia, una ciudad tan bella que parece un encaje. En París presencié el atardecer más esplendoroso de mi vida. Nubes eran color violeta, con un borde dorado, cuyo reflejo se posaba como una paloma sobre el Sena”. Luego, reaparecían las crisis, tenían que mandarlo al psiquiátrico y aumentarle las dosis de pastillas. Nunca fue agresivo ni peligroso, pero no era fácil lidiar con sus quimeras. A veces, eran divertidas, como cuando le dio por ir a la funeraria y afirmar que era el administrador. Llegaba temprano, con una libreta debajo del brazo, en la que anotaba gastos y nombres de clientes imaginarios. El verdadero encargado se encariñó tanto con él que le permitía quedarse y le daba pequeñas tareas. A veces, viscosos erizos negros apretaban la cabeza de Fefé. Entonces, se volvía una ola en un mar de invierno. 

El día de Mary Poppins fue una grieta, una de esas que resultan irreparables. Preocupados por la posibilidad de que Fefé atentara contra su vida, mis padres decidieron enviarlo al psiquiátrico. Él imploró que lo dejaran quedarse. Allí, decía, pasaban cosas horribles que no supo explicar, pero mamá lo convenció de que era lo mejor. Por la mañana, cuando el sol apenas levantaba, unos enfermeros vestidos de blanco vinieron a buscarlo. Lo vi salir arrastrando las piernas, montarse en el carro con el rostro desesperado; una desesperación que se me metió por los pies y empezó a subir y subir hasta asfixiarme. Quise gritar, patear, sacarlo, pero solo atiné a correr hasta él e intentar entregarle el paraguas negro. Los enfermeros me lo impidieron. 

Cuando volvió a casa, había perdido el brillo en los ojos y las ganas de reírse. En el psiquiátrico, nos confesó, le dieron electroshock sin su consentimiento. 

Conmigo permaneció igual. Siguió llevándome a la escuela, pero ahora era un paseo silencioso. No más gorriones ni paraulatas, no más flores en los canteros. A mis padres pasó un tiempo sin dirigirles la palabra. Evitaba encontrarse con ellos, comía aparte y en sus ojos se acumulaba un rencor inevitable. A las semanas, anunció que había conseguido empleo como bedel de la funeraria. Esta vez no era un delirio, hasta tenía uniforme. Luego se fue, se mudó con un amigo que vivía en las afueras y que no se juntaba con nadie. No volvió a tener una crisis. Se convirtió de nuevo en un hombre funcional, pero yo —una niña egoísta— lo extrañaba. Por un tiempo deseé que volviera a estar loco, deseé que volviera.

Empecé a extrañarlo la mañana en que se lo llevaron, aunque entonces no me diera cuenta. Corrí detrás del carro, como un perro, hasta que se perdió de vista. Me quedé ahí parada, sola entre el polvo y los frangipanis. 

Kelly Martínez-Grandal (Cuba). Es licenciada en Artes y Magíster en Literatura Comparada, ambos títulos otorgados por la Universidad Central de Venezuela. Sus poemas han sido incluidos en las antologías 102 poetas en Jamming, 100 mujeres contra la violencia doméstica y Aquí [Ellas] en Miami, entre otras, así como en las revistas digitales Literal Magazine, Revue Fracas, Emma Gunst, Nagari Magazine y Suburbano. Ha publicado Medulla Oblongata, Zugunruhe (Medalla de Plata en el International Latino Books Award) y Muerte con campanas. Actualmente, vive en Miami.

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