El fuego, que sólo puede ser relatado, el misterio, que se ha consumido íntegramente en una historia, nos quita la palabra, se encierra por siempre en una imagen.
Giorgio Agamben, El fuego y el relato
Cuando todavía era una niña, los domingos comenzaban temprano, yendo a la feria. Yendo, eso sí, no a comprar, sino a vender. El puesto le pertenecía a la familia de mi mejor amiga, una especie de hermana mayor –a falta de una y por la diferencia de cinco años entre nosotras–, que era también mi vecina de al lado. Domingo a domingo, mañana a mañana, nuestras caminatas por el pasaje Monseñor Horacio Campillo hasta llegar a Padre Hurtado para presenciar el evento de la partida de voces más voraz que alguien haya jamás presenciado. Yo, en esa escena, como la protagonista de ¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?, de Lorrie Moore, quería dividir mi voz.
Con frecuencia, me encuentro pensando en la voz en la literatura. Cuando (h)ojeo un libro, cuando pienso en escribir sobre algo, me suelo enfocar en la voz más que en la escritura, más que en las palabras, más que en el ritmo. Quizá tiene que ver con ese vínculo entre oralidad y literatura que no descartamos aún porque, aunque es un asunto que ocupa, sobre todo, las clases de literatura clásica en la universidad (mitos, leyendas y todas esas narrativas heroicas y occidentales), también es una pregunta que suele aparecer en los talleres de escritura. ¿Cómo hablamos? ¿Cómo habla tu personaje? ¿Cómo hablas tú? Con frecuencia, me encuentro leyendo a autoras que reconozco como voces, aunque no las conozca, porque sus palabras llegan hacia mí a través del oído: tengo tendencia a leer en voz alta.
Lejos de tener una anécdota con la traslación de un idioma a otro, como Sylvia Molloy en su Vivir entre lenguas, con el movimiento de una lengua a otra, con su territorialización, historia, huella, herida, la mía es una anécdota que atraviesa la voz como algo que sale de la garganta. Un grito pelao’, pero cariñoso el grito, cautivante, capaz de ahuecarse en las orejas de todas las caseritas, reinitas, niñitas que se asoman a los puestos, entonan un monto y reciben su compra. Dicen las feriantes y dicen las clientas, dicen todas en esa feria y yo, más involucrada en atorarme de guindas la garganta (el pago por mi trabajo); yo, que no saco la voz por estar comiendo, saboreando, masticando los frutos recién llegados esa mañana para su venta hasta pasado del mediodía –aunque nadie, nadie llega a la feria a las doce, a esas horas todos se están yendo–.
Lo que me cautiva de la voz es su potencia. Escribe Guadalupe Santa Cruz en Esta parcela: “Nunca nada tuvo nadie sino su voz, el cuerpo de voz que ha sido suyo”, y yo me recojo ante su escritura, me hago un nido. Se me apegan los miembros al cuerpo, me pliego hacia adentro, llegando hasta donde se supone que está mi voz. Trago duro. Doy con la escritura de Patricia de Souza, una voz que me llega como un susurro:
Una intuición: deber escribir. Debo escribir porque tengo un sentido de la responsabilidad que persigue, un sentimiento de culpa con el lenguaje. O una deuda afectiva por no haber hablado “a tiempo”, “cuando debí hacerlo”. Por miedo, no lo sé. O la necesidad de llenar el espacio en blanco, de “trabajar con el lenguaje”, no “para el lenguaje”, que es un tema más complicado porque hay “muchos lenguajes”, idiomas colonizados, falsificados, actuados. Trabajar “con” significa escarbar, desenmarañar, hablar claro y, de ser posible, de frente. Vomitar todo.
Una intuición: el grito pelao’ y duro que ata producto y valor, en esa feria, en mi voz de niña que aún no fragua la totalidad de su tono en la garganta, en los tonos bajos y tonos altos que registró el oído y le dieron a la voz una coloratura distinta, inalcanzable. Una intuición partida por la necesidad de comerse las guindas más que de venderlas, no decir, en cambio, masticar. Masticar las guindas y también las palabras, tragarme sus tonos, todos ellos, atorarme con la idea de poder dividir mi voz, mejor aún, multiplicarla, plegarla y expandirla a necesidad de la garganta por prepotencia.
Cómo decimos en la literatura es también cómo nos relacionamos con el lenguaje, para qué lenguaje trabajamos. Cómo decimos en los artículos, en una reseña, cómo decimos qué dice la protagonista de un cuento, cómo dice un poema. “¿Dicen bebé ahora los más jóvenes y no guagua?”, me pregunto en un taller de narrativa breve con alumnes cinco o seis años menores que yo. Claro que sí, esas cosas ocurren. “Guagua” es una cosa del pasado, en Chile, para decir “bebé”. “Bebé” es una herencia, asumo, del español neutro o latino que nos entregan las producciones audiovisuales aspirando a una docilidad de la lengua en esta Latinoamérica que no entiende de neutralidades en el tono, o eso creía yo, sigo creyendo.
Quiero ver las palabras, quiero, como dice Verónica Gerber Bicecci que quería Vito Acconci: “Tocar las palabras, usar sus huecos como el molde de una escultura que permitiera acortar la distancia abismal entre un hombre y lo que escribe”. Lo que quiero, pienso, no me convierte como a Acconci en una seguidora de la poesía concreta, en una escritora fuera de los márgenes del papel, de la página, sino en una escritora que está muy al tanto de que la literatura no ocurre en los márgenes de una hoja. Quiero modelar el lenguaje y exprimir un léxico que corresponda no a valores universales, sino a valores locales, situados, ocupados, donde se coloca la voz como se coloca un tono, donde se coloca un tono como se coloca la verdura y su precio en el grito duro, jamás manso, de una feriante que desmenuza con su voz las palabras, sacándoselas a fileteo limpio de la garganta.
En una de sus clases sobre cómo habla la gente, nos cuenta Liliana Villanueva que decía Hebe Uhart: “Tengo que ver el lenguaje (…). Generalmente, no escuchamos, hacemos juicios de valor. Para escribir hay que saber mirar y saber escuchar cómo habla la gente. Mirar bien a fondo y escuchar a fondo es necesario para los que quieren escribir”. Me pregunto entonces en qué punto se le dificulta el cuerpo a la voz, que no la podemos ver ni mucho menos decir, o en qué punto ocurre eso, acaso, cuando dejamos de ir a la feria por las mañanas como una rutina de infancia, sin exigirle más que la voz a la feria, un decir que va entre una y otra voz. “Escribo para ti que me lo pediste y escribo por mí, por mi afasia escribo, invento letras por pulir como antes afiné el órgano de viento que era que soy con tinta al extremo de las notas”, dice Santa Cruz en Esta parcela.
Me pregunto, en esta constante pregunta del cómo y no del qué, porque a estas alturas decir no es la cuestión, sino cómo decimos. Operar en el lenguaje con docilidad en la lengua no es posible, por eso zigzagueo en mi aproximación a la escritura, que desvía la atención del mensaje a su forma, porque su forma también es su modo, porque su modo también es su qué. Hebe Uhart lo decía mejor que yo: “No es lo mismo decir que hace calor o ‘calorón’, como se dice en Córdoba, o ‘calorazo’, en la provincia de Buenos Aires”.Quizá se trata de estar en el lenguaje a cuerpo completo y no a garganta a medias. Estar en el lenguaje como se está en la voz, con otras, con otros, como se está en el propio cuerpo de voz que nos hemos construido y porque lo hemos hecho también los otros, como se está en el decir de una voz que no es la propia, pero que escuchamos también cuando leemos. Quizá más de masticar las palabras y exprimirles un tono, más de hablas locas y descosidas, más de hilachas entre una y otra voz, uno y otro tono, pura fraguaría de palabras de cara a la coloratura de la voz.
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Gabriela Alburquenque (Chile, 1995). Literadora en formación. Trabaja de manera independiente corrigiendo y editando textos. Es directora de la revista digital de literatura Origami. En 2021 fue reconocida con el Premio Roberto Bolaño en categoría adulto por la novela inédita Aviso de demolición.