Me parece que vivimos, para bien y para mal, en una época post-canónica. Dirán que esto no es así, que al contrario asistimos a una multiplicación de cánones surgidos de la crítica de un canon tradicional que se percibe como indebidamente proscriptivo. Pero la multitud de cánones es un síntoma de la desaparición del canon como fuerza que conforma las conductas de escritores y lectores. Porque el canon, en su figura tradicional, era un conjunto integrado de textos que, considerados los pináculos de cierta tradición, se encontraban (o que presumían encontrarse) en diálogo unos con otros: Joyce con Homero, Proust con Balzac, Lezama Lima con Cervantes. Cuando Jorge Luis Borges escribía sus relatos podía contar con un conjunto de referencias generalmente compartidas en el espacio en que circularían: “El Aleph” supone un lector capaz de discernir las numerosas alusiones a la Comedia de Dante Alighieri, porque —desde la perspectiva, tal vez justificada, de Borges— este era un texto que todo lector competente debía conocer. La presunción de este dominio compartido le permitía escribir de una manera que no es igualmente accesible, para, digamos, César Aira, gran creador de catálogos de escritores no canónicos. Pero tales cánones alternativos, intensamente personales o propios de tal o cual grupo (la literatura gay, la literatura negra o indígena), no pueden cumplir la función central que el canon cumplía en tiempos canónicos: establecer un sistema de referencias que se suponían compartidas por el conjunto de la población lectora en una cierta lengua, un conjunto de textos en abierta conversación y un rompecabezas al cual los escritores aspiraban completar con las nuevas piezas que agregaban al diseño general.
Reinaldo Laddaga (Argentina)
Un/a traductor/a siempre vive a caballo de, por lo menos, dos cánones principales, con sus dinámicas internas, tanto artísticas como sociales —dejando ahora de lado las definiciones múltiples y conflictivas de la palabra “canon”—. Además, si se trata de literaturas (semi)periféricas y escritas en lenguas mutuamente alejadas, como es el caso de las literaturas argentina y polaca —y yo personalmente me muevo entre las dos, traduciendo la narrativa argentina al polaco— estos cánones nacionales conforman conjuntos casi totalmente separados: el canon argentino y el polaco casi no tienen elementos comunes, con la excepción obvia y llamativa de Gombrowicz, y se influyen mutuamente de modo muy limitado. El trabajo de un/a traductor/a en esta situación, frente a los dos cánones tan alejados, toca —aunque sea de manera modesta— a ambos: consiste en introducir, en el campo literario polaco, textos argentinos antes desconocidos en el idioma polaco que a veces, pero no siempre, pueden ser canónicos en el campo literario argentino. Esto, por un lado, puede influir paulatinamente en el canon polaco a partir de un cambio, aunque sea mínimo, de referencias literarias internacionales accesibles; por otro lado, puede influir también en el canon argentino en el sentido de que fortalece la presencia internacional de algunos autores y no otros. Si, motivada por mi fascinación personal, traduzco textos de Piglia, Saer o Walsh, muevo un poco las coordenadas internacionales del sistema polaco, tradicionalmente anglófilo, en el que, por ejemplo, hasta ahora, el “padre” de novela de la no ficción periodística era Capote y no, precisamente, Walsh con su Operación Masacre. Si, motivada por la misma fascinación, traduzco textos de Cabezón Cámara, Figueras o Kohan, hago posible que el sistema polaco acepte, aunque no sin resistencia, el hecho de que la literatura argentina no se limita a Borges o Cortázar y ni siquiera a Piglia, Saer y Walsh y, al mismo tiempo, promuevo estos nombres “nuevos” a escala, digamos, internacional. Son movimientos casi imperceptibles, pero se van dando. En este sentido incluso podría decirse que un/a traductor/a siempre trabaja a contrapelo de los cánones existentes. Porque ante la pregunta “¿qué hacer con el canon?” yo, como traductora, respondo: modificarlo sin cesar, en varias direcciones, ya que el diálogo intercultural es mejor no basarlo solo y siempre en Borges, sino también en Cabezón Cámara y otro/a/es.
Barbara Jaroszuk (Polonia)
El canon literario es como un libro de oro cuyas páginas brillan tanto que uno no puede leerlas todas. Demasiado fulgor. Demasiadas pautas. Entonces ocurre algo extraño: las obras te leen a vos.
El término canon viene del griego kanon, que significa regla, o medida. Estamos hablando de un estante al que una determinada literatura le ha dado la autoridad para evaluar lo que vino antes y lo que viene después (libros, sociedades y lectores incluidos). Surgen las preguntas: ¿cómo se construye, conserva, reproduce el canon?, ¿qué medios legitimadores imperan para que una obra forme parte de la escaloneta de la literatura?
Los tiempos pasan. Autores se olvidan, otros se recuperan. El espaldarazo de una reseña es reemplazado por una historia de Instagram. En lo que dura la espera de un Mundial a otro, el sistema de legitimaciones cambia tan bruscamente, que para muchos escritores puede ser más emocionante un tweet elogioso de un autor consagrado antes que una tesis entera sobre su obra.
El oro cambia. Ya no hablamos de bibliotecas vetustas y páginas amarillentas apenas celebradas por eruditos. El estante dorado y el dedo acusador y la bendición y el padrinazgo y el contrapadrinazgo ahora caben en el bolsillo. ¿Treinta posts de Instagram hacen que una obra sea buena? ¿Los comentarios de una manada de trolls pueden derrumbar el trabajo de una vida entera? Quizá sí.
Veo al canon —al monacal y al que se construye con cada clic— como una ventana a la que siempre hay que asomarse. Mirar qué hay del otro lado, husmear. Darle una oportunidad. Pero nunca confiar ciegamente en ella. Un mal movimiento y caes por la ventana y no hay vuelta atrás.
Gabriel Mamani Magne (Bolivia)
Si la pregunta real es qué hacer con el canon, creo que la respuesta es: nada.
Sabemos que históricamente el canon no es más que una delgada feta, un picnic apresurado, de una situación mucho más calórica. La dramaturgia ofrece ejemplos inapelables: William Shakespeare debió esperar cuatrocientos años para que sus obras se volvieran a hacer y con ellas se refundara el concepto entero de teatro. Es decir que en su momento tal vez no fue un autor del canon. Cuatrocientos años de cultura se lo perdieron. Pero, ¿de quién es la culpa? ¿De quienes valoraron otras cosas? ¿De quienes no valoraron nada? ¿De las modas que impusieron otros faros y otros usos? Yo no sé si alguna vez lo sabremos.
Hoy pasa que la cantidad de información a nuestro alrededor es enorme. Una obra estrenada en Praga se puede conocer al día siguiente en Tucumán. La necesidad de un canon (de un filtro de validación para no leer en vano) es un sueño de entomólogos desesperados. Pero la vida es tan corta que quienes se caigan del canon no podrán ejecutar su arte en este tiempo; no podrán vivir en él. Así que nos rendimos finalmente a algo de lo que todos abjuramos.
Cuando comencé a dar clases en la Universidad Nacional de las Artes solía citar un texto u otro y los alumnos, que quizás jamás habían oído de ellos, me hicieron su justísimo pedido académico: ¿No hay un canon? ¿No hay un grupo de —digamos— cien obras que debamos leer antes de obtener el título de especialistas? Les di la lista que me pareció la más oportuna entonces. No sé si sirvió de algo. Era mi canon de ese año. Obras modélicas y también esperpentos que las refutaban. Confieso que ni yo mismo había leído algunos de esos textos canónicos que les sugerí que leyeran.
El parecido entre canon y cannon (cañón) es tan burdo que se me hace evidente que estamos hablando de un terreno de guerra, de un objeto en disputa.
Rafael Spregelburd (Argentina)
En los últimos cinco años terminé dos libros, dos ensayos (uno sobre Shakespeare y el romanticismo), que tratan sobre el canon, aunque cuando los comencé esa no fuera mi intención. Hoy me doy cuenta de que llevo más de diez años reflexionando, leyendo y escribiendo sobre cómo se produce el canon. Lo primero: uno, en tanto autor, no puede ser parte del canon, porque el verdadero canon se produce cuando la labor escritural ha concluido, ya sea con la muerte o la jubilación. Por eso me causa ternura cuando veo que las discusiones sobre el canon se reducen a lo contemporáneo.
Quizá un buen ejemplo sobre cómo se produce el canon sea el de Shakespeare. En vida fue un autor popular, pero nunca ocupó la centralidad de la literatura inglesa; había otros autores con mejores condiciones para ocuparla: Donne, Jonson o Spenser. Shakespeare murió, y su obra pasó a una especie de anonimato. De hecho, sus dramas y comedias no se representaron durante la Revolución Puritana, y el autor canónico fue Milton (aquí lo contemporáneo sí fue canónico). Tuvieron que pasar dos siglos para que Shakespeare, a través del romanticismo, se volviera el que conocemos: primero con los alemanes, que lo adoptaron como poeta nacional, y luego con los ingleses, que vieron en él un resumen de su literatura.
“Intervenir dentro del canon tiene su interés si uno hace una especie de debate estético en esa intervención”, dijo Sarlo en una entrevista. Me temo que ese debate estético hoy no es posible, porque la crítica y el pensamiento crítico están desmantelados.
Gonzalo León (Chile)
En artes visuales, el canon moderno tenía que ver con los ángulos rectos y la industrialización, y siempre ha tenido que ver con el borramiento de la anécdota. Excepto ahora que, para ganarte un puesto de visibilidad dentro de las artes plásticas, tenés que narrar tu condición de víctima de la historia, y no importa mucho lo que hagás en términos plásticos. No estoy muy segura de que la revancha en contra del formalismo sea eliminar la forma; esa es otra forma de conservadurismo. Una cosa es oponerse a un régimen de visualidad, y otra cosa es renunciar al pensamiento plástico para siempre. Se conoce como terrorismo a la eliminación de un tipo de forma, de un canon de la percepción. Yo reemplazaría la pregunta: más que “¿Qué hacer con el canon?”, me preguntaría “¿Qué tipo de terrorismo queremos?”. El que propongo es el siguiente: ya no pensemos en cómo una obra representa un tema: pensemos en cómo los mecanismos que producen una pieza determinada son la evidencia de una postura estética (política/ética). No es lo mismo decir que todos los días te levantás a recoger hojas caídas de un árbol, a decir que vas a la plaza de mercado a comprarle a una señora ramas secas por kilo. Es eso: el modus operandi es tu herramienta poética. Este terrorismo implica dejar de hablar de representaciones y empezar a hablar de gestos.
Ericka Flórez (Colombia)
Escribir es excavar los cánones, inscribir correcciones en los textos que los componen. Quien empieza a leer y hacer literatura abre camino en un terreno cubierto por convenciones, jerarquías y delimitaciones, un espacio seguro, aunque inicialmente reacio a un manejo libre. El equilibrio entre la reverencia a los textos-monumento de la tradición y la irreverencia iconoclasta es la mejor lección modernista. Los cánones no son monolitos estáticos; las estanterías se mueven —muy lentamente, como masas continentales en deriva, o, por el contrario, con la aceleración típica del siglo XXI—. Para mantener vivo el saber inmaterial de la humanidad, hoy nos toca, sí, muchas veces, defender de la erosión un cierto canon amenazado, ya sea por la inteligencia artificial repetidora de fórmulas, por el olvido promovido por el mercado, o por neocánones forjados y prematuros. Pero nada en literatura está dado; los textos dependen de la intervención de quien lee para tener sentido, y los sentidos cambian según la realidad y los tiempos. Lo mismo ocurre con los cánones, siempre en construcción, inacabados, a disposición para recombinaciones, depuraciones, añadidos y revisionismos en general. En contraste con la homogeneidad de un canon y sus componentes —dispuestos didácticamente en tablas periódicas de estilos, taxonomías de géneros, periodizaciones de escuelas y generaciones y catálogos de lecturas obligatorias— prefiero buscar en caleidoscánones una disposición cambiante, cuyas partes, en disonancia o en armonía entre sí, o en confrontación con lo contemporáneo, conformen una figura momentáneamente significativa. Quitar las obras canónicas del pedestal sacralizante es también lo que hace, por ejemplo, Ronald Augusto, al encontrar rastros de racismo en el Gran sertón, de João Guimarães Rosa, con el método de la actualización, que consiste en “interpelar su literatura como un objeto discursivo en movimiento, es decir, como una inestable propuesta poética no concluida en ningún tipo de perfección ni sometida a la pesadilla de la historia, pero perturbando y siendo perturbado, desde una relación crítica”. ¿Qué hacer con el canon? Es necesario conocerlo y estudiarlo. Valorarlo. Renovarlo. Deconstruirlo. Burlarse de él. Ordenarlo alfabéticamente. Engordarlo. Crear contracánones. Abandonar la idea de un canon universal. Pensar en los cánones como repertorio individual o colectivo, en una determinada comunidad de lectores, como sugiere Italo Calvino: “Solo nos queda inventar para cada uno de nosotros una biblioteca ideal de nuestros clásicos”. ¿Con qué textos construir mi canon?
Wladimir Cazé (Brasil) (traducción de Hugo Miranda)
Por lo pronto, no olvidemos que el canon es precisamente algo que “se hace”. No es una lista dada y fija, sino que muta y cambia así como mutan y cambian las sociedades, las lenguas, las formas de leer. Dicho esto, si busco las definiciones que nos ofrece la benemérita Real Academia, descarto sin dudas la primera —“regla o precepto”—, pero no me niego a la segunda: “catálogo o lista”. Porque seamos sinceros: en un mundo inundado por novedades que se apilan sin descanso sobre siglos de escrituras, ¿quién no agradece una guía? ¿Quién no le pide al librero amigo o a un lector con el que comparte afinidades que le “pase su lista”?
La primera vez que fui a la presentación de un libro en un país que no era el mío, en el que se hablaba otro idioma y se manejaban referencias culturales que no tenían nada que ver con las que tenía yo —incluso sobre la literatura de ese mismo país—, agradecí enormemente que, en un momento, los presentadores se pusieran a nombrar aquellos libros recién publicados que a ellos les habían interesado más. Tomé nota y empecé a armar para mí un pequeño canon nuevo, contemporáneo, atravesado por miradas que me interesaba conocer más.
Entonces, tal vez más que de “canon” sería bueno hablar de “cánones”, de una variedad de listas de “obras tenidas por modélicas” —otra definición, bastante horrible, de la RAE— por distintos interlocutores. Y tal vez por lealtad profesional, no despotrico contra, sino que agradezco a todos esos lectores generosos —editores, críticos, periodistas, gestores— que me ayudan a seguir construyendo mi canon. Me gustan las listas largas y cortas de los premios literarios, las listas de mejores libros en cualquier categoría, las listas de títulos incluidos aquí o allá, en fin, ¿o será que simplemente me gustan las listas?
Gabriela Adamo (Argentina)
El canon literario supone la existencia de un archivo, un listado, un catálogo que jerarquiza y privilegia unas obras, unas historias y unas voces por considerarlas necesarias, relevantes, notorias, y eternas, en contraposición a otras menores. Este corpus, así visto, tiene valor simbólico para la cultura pensada en mayúscula y en singular. El canon literario supone, así, la delimitación de una frontera que celebra y recomienda unas obras y deja de lado o ignora otras. Ahora bien, este cuerpo tanto como simbólico es un cuerpo material, pues las ideas, las historias y los libros no existen sin las autoras o autores que les dieron vida. No todas las obras o cuerpos tienen pasaporte para entrar al territorio privilegiado del canon. Yo nunca leí persiguiendo un canon literario, un poco porque mi formación es antropológica. Así que logré escapar de él, en parte porque crecí en una familia de librepensadores que compartieron conmigo el amor por la lectura desde un lugar curioso y atrevido; y en parte porque no creo que exista manera de definir libros necesarios, y no me permitiría pensar a la cultura como una sola, en eterno presente, como espacio elitista y fenómeno estático. Creo en los corpus literarios, en plural, y sujetos a un contexto, y los encuentro curiosos: me interesa verlos, leerlos y evaluarlos de acuerdo a ese contexto particular que les dio origen. No hay cuerpo que me defina. Escribo distintos géneros y los traspaso continuamente. A cada historia le doy la forma que pide, por lo que no creo que pueda encasillarse mi trabajo en un espacio u otro. Por otra parte, como nieta de inmigrantes, nunca he sido solo un cuerpo venezolano, un cuerpo del todo español. Y definitivamente hoy día, siendo migrante yo misma, no soy un cuerpo estadounidense o neoyorquino. Es así que mi literatura y mi existencia no tienen territorio. Mi corpus, mi cuerpo y el cuerpo que ocupo son móviles. Cada lector o lectora tiene su propio recorrido, accede a los libros de una manera particular, tiene intereses distintos, y además cada momento histórico plantea nuevas preguntas, establece prioridades particulares, se orienta al conocimiento desde lugares diferentes. Leer libremente literaturas diversas, migrantes y placenteras o inquietantes es el mejor antídoto ante el iluso monolito de una cultura en singular. Las culturas cambian. Los cuerpos se mueven. Las historias alcanzan cada vez nuevos territorios. Y el canon… ¿Cuál canon?
Keila Vall de la Ville (Venezuela)
Enseñando una clase de tango para principiantes le pedí a un chico que intentara hacer un ejercicio de otra forma (lo estaba haciendo fatal); el chico me miró y con tono desafiante me cuestionó la propuesta diciendo que él entendía que en el tango no hay errores, que se baila de cualquier forma y como uno quiera. Mi primer instinto fue decirle “¡Fantástico, como no necesitas aprender nada, sal de mi clase y dale el lugar a alguien que necesite aprender!”. No le dije eso, sino “No recuerdo quién lo dijo, creo que García Márquez, en fin, que ‘uno puede escribir tan mal como quiera, pero primero hay que saber escribir bien’”.
El canon es problemático siendo exclusivo y repetitivo, cuando la vieja guardia obstruye el paso; pero existe, y es registro de lo anterior. ¿Cómo hacemos si desconocemos lo “bueno” y lo “malo” que nos precede; permanencia, trayectoria? Hoy, cualquiera puede lanzar una grabación desde su aposento y llegar a recorrer el mundo en dos semanas, y en tres meses desaparecer. ¿Tuvo pasado? ¿Será referente en adelante? El canon contiene una permanencia, y de ahí quedarán para siglos venideros unos y otros no, y se sumarán otros que puedan ser testigo de su tiempo (presente), como antaño otros fueron testigos del suyo. No podemos negar, ni mucho menos desconocer, lo antes escrito. Por omisiones, imposiciones, discriminaciones, exclusiones, etc. el canon nos ha de ser “un mal necesario”.
Keiselim A. Montás (República Dominicana)
Para empezar, quiso saber bien lo que significaba. Buscó definiciones serias, otras no tanto, preguntó a personas serias, a otras más graciosas y tomó apuntes que después cobraron la forma de una lista con ilustraciones de una ciudad moderna en ruinas. Por fin concluyó que lo que se entendía no era importante, no porque no fuera relevante saber qué significaba, sino porque esa cosa, fuera lo que fuera, ya estaba. Es algo instalado e impuesto, se dijo. Como La compañía, de Verónica Gerber, pensó. Luego alzó la voz: “nunca olvidarás el día en que vino a vivir contigo”, pero como era lo único que recordaba, fue por el libro y lo abrió en una página cualquiera: “La compañía es totalmente inofensiva, dirá tu marido con marcada indiferencia; te acostumbrarás. No habrá manera de convencerlo de que se la lleve”. Después recordó que la idea de La compañía no era de Verónica Gerber, sino de Amparo Dávila. En efecto, se dijo; fue originalmente de Dávila y después pasó a Gerber. La primera provocó a la segunda dando lugar a una especie de cópula entre ambas autoras: una fecundó a la otra y de esta unión nace La compañía. Gerber multiplica a Dávila sin que haga falta su consentimiento. Sucede no porque quisiera ultrajarla ni porque pensara que como se había muerto no podía decir nada. Por el contrario, pensó; Gerber, al trabajar sobre la idea de Dávila, la multiplica. La nombra, repite sus palabras, las estira, las demora y las exagera. Hasta que la reinstala. Le abre espacio entremedio (o al margen) de eso que, como la compañía, ya está, dijo para nadie y enseguida agregó, también para nadie: aunque, moderna o no, nadie quiera vivir en una ciudad en ruinas.
María Mazzocchi (Chile)
A lo largo de los veinticinco años que cumple Editorial Páginas de Espuma, he comprobado que el establecimiento inamovible de un canon es ficticio, algo fantasmal y brumoso. Su relato corresponde a una diversidad de factores donde la escritura es fundamental pero no es concluyente, donde la lectura, un ejercicio que siempre se apoya en principios estéticos y culturales, sociales y políticos, es la piedra angular. Muchos los interlocutores y, por lo tanto, muchas las claves que permiten su construcción, su destrucción, su transformación. Hay una esencia premeditada, intencionada, calculada en la vocación de levantar un canon. El tiempo —factor que se ha considerado decisivo— no siempre es juez. He ahí que las obras vuelven del pasado, como la recuperación de una escritura o la presencia de literaturas olvidadas. Por el contrario, también las obras y los nombres pueden quedar olvidados, marginados, enterrados. Sin memoria.
En este sentido, una situación que vivimos en este primer cuarto del siglo XXI es la lectura y la correspondiente visibilidad de escritoras a lo largo y ancho de la geografía del español. Bajo un paradigma “río”, torrencial unas veces, apacible otras, las escritoras actuales reivindican, dialogan y exhuman a sus madres y sus abuelas literarias. La vuelta al presente lector cuestiona las bases del canon masculino —y por lo tanto, discriminatorio—. Se trastoca el orden. Se enriquecen y se extienden las posibilidades de un nuevo canon para las literaturas en nuestro idioma. Habrá quien defina este momento de boom, señalando intencionadamente lo exitoso y lo anecdótico, y no obstante pasando por alto que las mujeres escribieron siempre. El boom aquí no es de escritura, sino de lectura, siendo las lectoras —aquellas que frecuentan y recaen en el hábito de leer ficción— los afluentes de ese río, bajo un sentido de pertenencia y una rebeldía ante un canon excluyente. Es ahí donde radica esa reconstrucción de un posible nuevo legado que habrá que seguir preservando, actualizando y visibilizando. Junto a estas lectoras, surgen proyectos editoriales que profundizan en esta renovación del canon, desde proyectos de recuperación —como los que coordinan María Teresa Andruetto desde Argentina (Colección Escritoras Argentinas), Pilar Quintana desde Colombia (Biblioteca de Escritoras Colombianas) o Socorro Venegas desde México (colección Vindictas, UNAM)— hasta la bibliodiversidad de la edición pequeña o independiente. La academia progresivamente se va abriendo a la investigación y la docencia de las orillas de este río. Y nada de todo esto configurará un canon más plural y más inclusivo si no seguimos cuestionando los cánones que heredamos. Cuestionar un canon es una herramienta de futuro. Quizá el canon siempre sea un deseo más allá de nuestro tiempo y nuestros deseos.
Juan Casamayor (España)
Yo, que soy un hombre a favor de la vida, es decir, de la libertad, no puedo sino estar contra el canon. Abomino, en fin, de todo dogma. Mi naturaleza se siente ajena a las listas y catálogos. Hemos olvidado lo que es un criterio de excelencia como motivo y motor y, en consecuencia, nuestra acción de selección va dirigida a la consecución de mezquinos beneficios individuales sin pensar más que en el lucro personal. Vivimos una sociedad que hemos denominado líquida, fluida, frágil y efímera, donde imperan la levedad y la velocidad frente a lo sólido y lento, donde se ha impuesto lo superficial sobre lo profundo. No sabemos ya lo que significa la neutralidad ni la equidistancia. Compruebo, opinión que no circunscribo únicamente al espacio de nuestra lengua, que la mayoría de los profesionales del libro, salvo pocas y honrosas excepciones, condicionan la aplicación de “su” criterio de excelencia al dictado de lo que se entiende tramposamente como dossiers de prestigio internacional. Dicha sumisión, además, conlleva una larga serie de malentendidos que se propagan con pasmosa facilidad, bajo la conjura de los necios y complicidad de los idiotas, contribuyendo así a la creación de los falsos valores de la literatura que acaban por copar cabeceras periodísticas, escaparates, mesas de novedades, etcétera. ¿Cuántas editoriales sobreviven sobre la única base de haber logrado apostar por valores no “consensuados” previamente? Para alguien como yo, que no cree en la unanimidad, ni en la uniformidad de criterios, se le hace harto difícil no recelar del canon. No se nos ocurre por un momento que la unidad sólo es posible si hay una conciencia clara de la independencia de las partes que la constituyen. Nos han domeñado y controlado bajo el rubro de una pretendida anuencia basada en el espejismo de la objetividad. Mientras seamos sujetos y no objetos, nuestras conclusiones serán subjetivas. El día en que la unanimidad consiga uniformarnos y acabemos siendo sus objetos, contemplaremos tristemente, si la objetividad nos lo permite, cuál ha sido la verdadera utilidad del canon.
Manuel Borrás (España)
Cada vez que aparecen listas canónicas pienso en el verso de Mallarmé —“la carne es triste, ay, y ya he leído todos los libros”— que menciona Harold Bloom en su polémico libro, El canon occidental, escrito en 1994, y pienso en los que las escriben.
Para mí, el canon está en mi biblioteca, en los libros que llevo de un lugar a otro, donde confieso que los temas de arte y las nuevas vidas de los migrantes ocupan un lugar importante. Me importan más los temas que los nombres. Supongo que esto está condicionado por la importancia del momento y del espacio en que se lee a unos autores y a otros no. En mi caso, que nací en Cuba, donde viví exactamente la mitad de mi vida, el canon estaba establecido por lo que te dejaban leer. Yo siempre he sido una muy buena lectora, así que ejerzo la libertad de poder hacerlo sin pensar en condicionantes.
Sí, estoy de acuerdo, en que en cada época hay géneros considerados más canónicos que otros, y que toda poderosa originalidad literaria puede convertirse en canon.
Nota: En la Revista Be Cult, que dirijo, a pedido de lectores, a veces, publicamos listas canónicas.
Claribel Terré Morell (Cuba)
¿Al canon? Le damos las gracias, lo diversificamos, lo olvidamos.
Empezamos por agradecérselo porque, aun sabiendo que el éxito de los libros (y de sus autores y autoras) nunca depende únicamente de su calidad, aquellas obras que están en boca de todos nos permiten hablar entre nosotros, ya sea para alabarlas o denostarlas.
Ahora, si el canon es nuestro terreno común, más vale diversificarlo. Nunca habrá suficientes semillas para insuflar vida al pensamiento, aumentar nuestra empatía, transformarnos como lectores, como escritores, como ciudadanos, como seres. (Y los libros no tienen por qué fijarse esos objetivos un poco pomposos: es en su conjunto que nos pueden elevar).
Finalmente, al canon lo olvidamos. Se siente muy bien estar en compañía de lo que no es unánimemente aceptado, aprehender una forma que nos sacude al mismo tiempo que vacila, leer una voz que quizá tiemble pero que intenta algo, dejándonos con la miel en los labios a la vez que nos alimenta. Estas obras, que nunca formarán parte de ningún canon, son mis favoritas, quizá porque me reconozco en sus imperfecciones, porque me gusta el espacio que dejan, porque acepto su implícita invitación a seguir explorando sin tener que medirme con “los grandes”. O quizá simplemente porque tengo una desagradable tendencia al hipsterismo y me gusta pensar que estoy al margen. Pero seamos francos: estas obras, que a menudo no pasan a la historia, son las que trazan el sendero para las que sí llegarán a ser parte del canon.
Françoise Major (Canadá)
Nada, mientras no seamos los mejores lectores posibles. Eso incluye promover la lectura en nuestras comunidades. Como dijo Virginia Woolf: necesitamos dinero y un cuarto propio, también amigos literarios. Educación pública de calidad y gratuita, políticas del libro, necesidades básicas satisfechas, espacios abiertos para la cultura. Este tipo de sociedad podrá confrontar a los cánones, analizarlos, influir sobre ellos. Quizás… Imagino. Imagino la posibilidad de un canon ciudadano. Una audiencia de lectores a la que no se le pueda vender cualquier cosa. Que cuestione a la Academia Sueca el Nobel de tal o cual año. Que proponga una lista de mejores libros alternativa a la del New York Times. Que, de ser necesario, lleve a la quiebra a Random House.
José Bueno Villafañe (Paraguay)
Me gusta pensar los cánones como configuraciones históricas que emergen de los circuitos de circulación y producción de las obras. Dicho de otro modo: más allá de la observación trivial sobre la historicidad de los cánones, me interesa abordarlos como elementos de especial importancia en la producción de significado, ya sea a favor o en contra de su función selectiva, de listado, propuesta, confirmación, replicación y contagio de ciertas cualidades entendidas como valores, tanto en las obras incluidas como en las excluidas. De manera similar a los géneros, los cánones son condición de posibilidad de nuestra lectura y por tanto un elemento clave en nuestra relación con las obras. Los cánones, en última instancia (y especialmente desde la posibilidad de lo “anticanónico”), visibilizan horizontes de legibilidad y nos permiten acceder a la maquinaria ideológica en sentido más amplio de la literatura: su relación con la producción de lo humano, con los límites asignados a esa figura, con la policía de sus fronteras, con la tensión entre lo significativo y lo insignificante (o la señal y el ruido). Todo lo que “dice” un canon regresa al sistema y moviliza producciones ulteriores, en un loop de retroalimentación que estratifica (por ejemplo en niveles de visibilidad o “prestigio” de los autorxs y sus obras) y produce desigualdad, tantas veces proponiéndose intervenir (en nombre de tal y cual valor designado como de importancia) en el dominio decodificado del mercado.
Ramiro Sanchís (Uruguay)
No traía lentes, así que leí que Nicolás me preguntaba sobre la Canon y pensé: llévala a reparar o cómprate una Samsung. Es más barata. Luego mi ojo vago (o anticapitalista, según a quien esté convenciendo) se tornó productivo y entendí (creo) la pregunta. Bueno, la Canon es una máquina fotográfica especial, que ha servido para captar cosas del futuro, ¿no? No específicamente fotografías. Vamos, no sean ahuevonados. Estamos bien grandecitos para pensar que hablo de mímesis. Porque la Canon es algo que se nos adelantó, que está allá, lejos, y que traemos al presente según la necesidad. ¿Qué hacer con la Canon, entonces? Aprovechar sus piezas, olvidarlas, orinarlas, dejar que te orinen (es bueno abrirse a nuevas experiencias), revenderlas, comprar con ese dinero drogas, pagarle al abogado (yo) que lleva tu divorcio y sale a la vez con tu ex, etcétera.
En lo que a mí toca,
bajo
unas
escaleras
y me doy cuenta de que en estos tiempos mi canon es los manuscritos de huarochirí y sus temas como lo cósmico. Yo no sé mañana, diría la salsa, o más bien ayer, qué sé yo. Y sí, mejor cómprense una Samsung. Y no compren drogas ni las consuman. A veces venderlas y pagar impuestos es mejor negocio.
Julio Meza Díaz (Perú)