Martina Vidret

En épocas anteriores a la mía, era habitual iniciarse con trabajadoras sexuales (o, como se decía, “debutar con una puta”). Mi generación tuvo internet en la adolescencia, y con esto, la ventana de incógnito. Todo principalmente destinado a los varones. Las chicas nos quedábamos con el tabú y las novelas traducidas a un español mediopelo. Hoy, la perspectiva de género hace que todo potencialmente sea de todos, para todos, desde todos, pero volverlo una realidad concreta requiere de transformaciones profundas y de un sistema educativo y social que acompañe. A eso y a otras cosas viene a responder en la Argentina la Educación Sexual Integral (ESI).

Desde 2006, los distintos niveles escolares tuvieron que adaptar sus programas a esa ley que, gracias a su transversalidad, instó a docentes, orientadores, directivos a hacerse cargo y pensar otras formas para trabajar la sexualidad. La literatura, según los lineamientos curriculares, se encargaría de dar recursos para la expresión y comunicación de emociones y sentimientos. Pero ¿qué puede la literatura, realmente, enseñar o mostrar sobre sexualidad?

Cuando era adolescente, en los recreos se empezó a leer Crepúsculo, besteseller del siglo XXI. Es el primer recuerdo que tengo de libros que tuvieran algo de erotismo. Era literatura para chicas, como si los varones solo pudieran llegar al sexo a través del porno o la acción directa. Las escritoras de ese tipo de sagas solían ser mujeres, las protagonistas lo mismo. En el caso particular de Crepúsculo, además, incluía vampiros y otros seres mitológicos, así como  una narradora tímida, frágil, virgen.  De cualquier forma, aunque toque el erotismo femenino se sabe que es una saga que fomenta la castidad antes del matrimonio. Cincuenta sombras de Grey, su fanfiction, gana en este aspecto (y pierde en muchos otros). 

En ambos ejemplos parece respetarse una lógica: para las nenas, la ficción; para los nenes, el látex.

La literatura tiene la posibilidad de contar cualquier cosa. No hace falta haber sido parte de un suceso para escribir sobre ello. A través de personajes reales o ficticios, se puede enseñar historia, geografía, biología molecular, física cuántica o cualquier otra área de estudio que se preste a ser contada. En la escuela secundaria es habitual que haya un soporte artístico y, frecuentemente literario para complementar el aprendizaje. La literatura, entonces, es interdisciplinaria casi por definición.

¿Hay alguna palabra exacta, precisa, inmediata, para el garche? 

Los cuentos clásicos infantiles están ahí para educar. Los cuentos de los hermanos Grimm y las películas de Disney suelen ser una manera efectiva, edulcorada e invisible de adoctrinamiento, una manera poco arriesgada de transmitir valores. La tolerancia al diferente en El patito feo, amar más allá de la belleza en La Bella y la Bestia, la importancia de la sinceridad en Pedro y el lobo son representativos de la moral de los últimos siglos. Lo mismo pasa con la Biblia, los mitos griegos y el Gauchito Gil.

Más allá de los tecnicismos posibles respecto de qué cuenta o no como sexo, todas las definiciones ponen en primer plano la acción y me arriesgo a decir: las novelas, cuentos y poemas nada pueden hacer contra ella. Pueden describirla, pueden iluminarla, embellecerla, pero frente a un cuerpo desnudo no hay novela que sirva.

La ESI subraya que sexualidad no es sexo, es diversidad, es identidad. Son cuerpos. Ahí la literatura gana: podemos incluir en las lecturas escolares a minorías, escribir historias feministas o con igualdad de género. Editoriales de literatura infantil y juvenil que publicaban en la Argentina, como Quipu, Norma o SM, empezaron a incluir cada vez más temáticas que responden a esta necesidad de época. Adolescentes y niños pueden encontrar hoy en las librerías historias protagonizadas con chicos como ellos en La lluvia sabe por qué, de María Fernanda Heredia, en la saga de Caídos del Mapa, de María Inés Falconi.

Es fundamental señalar que no todo depende de la escuela o de la oferta editorial. Si algo nos mostró el año 2020 es que los padres no serán maestros, pero pueden estar a cargo de algunos aprendizajes. La transmisión cultural, los modelos de familia, valores, formas de vinculación les llegan a los chicos en primera instancia en sus casas. La resistencia de familias a que sus hijos hablen sobre sexualidad en el colegio es una realidad que se vive a diario en el ámbito educativo. Para romper con las lógicas de género o dar la posibilidad de una sexualidad libre, no basta solo con escribir libros, producir películas o debatir en una clase. La integralidad requiere que estemos todos en un mismo plano, y este es uno de sus mayores desafíos. Aunque los padres son capaces de enseñar, no pueden enseñarlo todo. Si reducir la enseñanza y el desarrollo a la escuela es una falacia, reducir la escuela a una guardería también lo es.

Leer no es solo la comprensión de la cadena de letras o palabras, sino también la posibilidad de vincular lo leído a la vida diaria. No es por nada que Paulo Freire rescata en la lectura su potencial problematizador: leer promueve la curiosidad, permite buscar nuevas formas de ver el mundo y asumirse como sujetos críticos. 

A pesar de la Play, de Netflix, del fútbol cinco, la experiencia de la lectura, para niños y adolescentes, sigue posibilitando la reflexión respecto de sus vidas y las de los otros. Una novela sigue teniendo el poder de generar vínculos, de fogonear un debate, de llevar a la más profunda de las epifanías. Lo mismo vale para el resto de los géneros.

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Que los libros no puedan enseñar a chapar o a coger no significa más que eso. Lo importante es no reducir lo sexual al acto, y es ahí que la ESI cobra la relevancia que debería tener. Para fomentar la lectura, la escritura y la pasión por ambas, es sumamente importante que las historias que les llegan a niños y adolescentes puedan permitirles la identificación con los personajes. Solo así, mediante ese lazo con la ficción, se puede producir algún aprendizaje que sobreviva con los años.

Martina Vidret (Argentina). Escritora y estudiante de Psicología (UBA). Dio talleres literarios para niños en el FILBITA y para adolescentes en el Colegio Nacional de Buenos Aires, donde trabaja como tutora. Publicó la novela Imágenes olvidadas y fue finalista del Premio Osvaldo Soriano de Relato Breve. Es parte del equipo de coordinación del Premio Itaú de Cuento Digital.

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