Cuando Glaar estaba en Europa de luna de miel su padre murió de un infarto. Lo encontraron desnudo en el baño, curiosamente sin protección. Taskal, su hermano mayor, le sugirió que no volviera, que él se encargaría de todo. Glaar lo consultó con Kova, su mujer, y acordaron continuar con el viaje porque así lo hubiera querido su padre. Taskal le pidió una serie de autorizaciones en las que delegaba su responsabilidad jurídica. Si bien el ánimo no fue como el de los primeros días, continuaron con el cronograma del viaje tal cual estaba estipulado; hicieron las excursiones y se sacaron todas las fotos planeadas.
De vuelta en su ciudad, Glaar fue a visitar a Taskal, que se mostró distante e inquieto. Glaar le propuso pasar a buscar a su madre por la guardería de ancianos e ir en familia a visitar la tumba de su padre, pero Taskal, con excusas de trabajo, logró escabullirse. Esa tarde Glaar retiró a su madre y junto con su esposa fueron al cementerio que está en las afueras de la ciudad a dejar un enorme ramo de flores que compraron de pasada por un pequeño mercado, en el que también compraron unos pescados y unas verduras para la cena. A Glaar le sorprendió la fotografía que habían escogido para la lápida, era una en la que no parecía su padre. Apoyó el ramo de flores y lloró mientras Kova caminaba entre las demás lápidas con su suegra, que nunca entendió que estaba visitando la tumba de quien supo ser su marido. Ella, entusiasmada, disfrutaba de un día de campo o de un paseo por la costanera.
Los días siguientes su hermano no respondió los llamados y con su mujer empezaron a sospechar, hasta que una mañana antes de salir al trabajo le llegó la notificación de un juzgado solicitándole que abandone su casa en treinta días ya que había sido prendada como parte de una hipoteca a nombre de su hermano. Fue inmediatamente hasta la casa de Taskal pero estaba vacía. No contestaba su celular, había renunciado a su trabajo y hacía tres meses que no veía a su ex mujer ni a sus hijos. Glaar se sentó en su auto y lloró desconsoladamente.
En casa, su mujer le dijo que saldrían adelante. Alquilarían algo y empezarían de cero, como unos recién casados. Pero al día siguiente Glaar, oprimido por la angustia y el estrés, reaccionó con violencia frente a su jefe cuando le reclamó por un trabajo realizado con “poca motivación” y fue suspendido para después ser despedido. Esta vez Kova le dijo que no entendía qué es lo que le sucedía, pero que temía por su integridad psíquica y que había decidido ir a casa de su madre y esperar un tiempo hasta ver cómo seguían los eventos de la vida de ambos para saber si continuaban o no con un mismo proyecto. A Glaar le quedó grabada en la memoria la vocalización de Kova al pronunciar lentamente la palabra “proyecto”.
Glaar alquiló una habitación en un hotel para viajantes que estaba frente a una construcción. Llevó dos valijas con ropa y algunos objetos de valor entre los que había un giroscopio que le había regalado su abuelo, una lupa con la que jugaba de niño y la máscara que usó durante su trabajo como voluntario buscando víctimas después de la erupción del Lanín. Se la pasaba encerrado desde que se despertaba hasta que se dormía haciendo mandalas con una regla circular diseñada para ese tipo de dibujos.
Cada dos o tres días llevaba su ropa sucia a una lavandería y trataba de localizar a su hermano. Visitaba a los amigos, familiares, compañeros de trabajo, vecinos, tratando de que le den una pista, algo de que agarrarse. Otras veces iba hasta la casa de la madre de Kova y pedía hablar con ella, pero nunca estaba o estaba durmiendo.
A medida que su barba crecía, la construcción del frente iba tomando forma. Glaar veía desde la ventana de su habitación la velocidad con la que día a día hacían lozas, colocaban puertas, instalaban enormes vidrios. Hasta que una tarde, finalmente, colgaron un cartel que decía “Iglesia Observatorio de Sekón” que ocupaba todo el frente.
A partir de entonces los domingos a la mañana empezó a entrar por su ventana el sonido brumoso de un orador hablándole a los fieles. Era una bola de sonido que rebotaba en las altas paredes del templo y llegaba a su habitación como un bufido, sin posibilidades de distinguir las palabras que contenía ese mensaje. Después de cantar aplaudían y, en ese momento, Glaar iba hasta la ventana porque sabía que era cuando todos se amontonaban en la entrada, se subían a sus bicicletas y desaparecían.
Durante sus pocas salidas, en las que también empezó a visitar a un abogado que trataba de salvarle la casa, los fieles lo abordaban con panfletos, diarios, grillas de actividades. Glaar al principio los rechazó, después, ante la insistencia empezó a aceptar esos papelitos con imágenes de planetas distantes y los guardaba en su habitación para dibujar sus mandalas. Cada vez que dibujaba uno lo pegaba con cinta en alguna de las paredes de su habitación. Representaban lo que en ese momento de su vida significaba el paso del tiempo. La mujer que limpiaba el hotel se sentía incómoda cuando entraba a su habitación con todos esos papeles y le preguntó más de una vez a la encargada qué hacer con esos dibujos con formas y colores extraños, pero la encargada siempre le decía que no les hiciera caso, que los dejara.
Una siesta, después de comer una caja de suministros azules, se quedó dormido con sus brazos acodados sobre la mesa. Soñó con su padre y se despertó exaltado. Demoró un rato en entender que estaba en su habitación del hotel sentado frente a la ventana. Miraba sus manos y le parecían extrañas, como las garras de un animal. Fue al baño a lavarse la cara y cuando se vio en el espejo reconoció los gestos que compartía con su padre y con su hermano. Glaar empezó a sentir cómo la angustia crecía adentro suyo. Hacía meses que convivía con una angustia plana, que no subía ni bajaba, pero esta vez subió más de lo que podía soportar. Agarró un cinturón y calculó que si se trepaba a su cama, lo sujetaba del portalámparas, lo acomodaba alrededor de su cuello y saltaba podría romperse el cuello y terminar con todo. El peso de Glaar desprendió el portalámparas, arrancó un pedazo de cielo raso y cayó con el cinturón enroscado en la garganta. Su cara dio contra el piso y quedó apoyada sobre uno de los folletos que los fieles solían entregarle en la esquina. El titular del folleto decía: ¿Por qué hace lo que hace? Glaar se puso de pie, se sacudió, se quitó el cinturón del cuello y, con el folleto en la mano, se cruzó a la iglesia. El folleto tenía los dibujos de unos humanoides que emanaban luz desde el centro de su pecho y que flotaban en una geografía acuática repleta de enormes corales.
Eran las tres de la tarde, el templo estaba vacío. Golpeó una puerta de vidrio y se asomó una señora que sin abrirle le hizo señas de que estaba cerrado. Insistió hasta que la mujer le abrió media hoja de la puerta y entonces le dijo con su tono de voz casi femenino: Hace quince minutos intenté matarme, fracasé y encontré este papel. Glaar tenía en el pelo restos blancos del yeso del cielo raso y marcas en la cara y el cuello. La mujer sin responderle lo hizo pasar. El templo tenía zonas en las que faltaba pintar y se veía el color del cemento. Todavía algunos albañiles subidos a un andamio retocaban imperfecciones. A Glaar le llamó la atención el olor a pis que había. Era muy profundo y se sentía con la misma intensidad a lo largo de todo el salón. Llegaron al fondo, salieron a un patio que tenía acumuladas cajas y cajas con botellas de cerveza, hasta que se detuvieron frente a una puerta despintada de lata. La mujer golpeó y a los minutos salió un hombre morocho, de baja estatura, abotonándose una camisa mangas cortas de color celeste. Tenía pantalones de fútbol y los ojos casi cerrados, encandilados por la luz. El hombre le extendió la mano y le dijo: Lo estaba esperando, vamos afuera, acá hay un olor a meada bárbaro. Después le explicó que el olor era porque los albañiles en vez de ir hasta el baño de afuera, meaban en la montaña de arena que usaban para hacer el cemento. Pero se mostraba optimista y decía que en un par de meses el olor se iría.
El hombre morocho se presentó como Menda y le agradeció a Glaar por haber ido a visitarlo. Le dijo que había sido enviado por Sekón porque Sekón vive en nuestros corazones y tiene un plan para cada uno de nosotros. La clave es saber escucharlo. Hay que saber escuchar el llamado, le dijo. Menda le pidió que lo espere unos minutos y se volvió hasta la puerta de lata. Salió con un libro enorme de tapas negras. Glaar lo miraba acercarse y vio cómo Menda se detuvo, se sacó la pantufla del pie izquierdo, apoyó el libro negro en el piso y tomando la pantufla con las dos manos, clavó los dientes en la suela y sacó algo que se escupió en los dedos. Lo miró de cerca para entender qué era mientras se volvía a poner la pantufla y recogía el libro. Llegó hasta donde estaban sentados hace un momento y le dijo: Estos albañiles de mierda dejan tachuelas por todos lados. Lo que no entiendo es para qué las usan. Ya les pregunté y me dicen que ellos no son. Pero si ellos no son ¿quién es? Se quedó mirándolo con una sonrisa de asombro. Glaar esperaba que Menda abriera el libro negro y le leyera algunos pasajes o que le mostrara imágenes de seres de piel azul que irradian luz, pero Menda apoyó el libro sobre una silla y lo invitó a hacer ayuno con unos aceites que podía comprar en la entrada del templo y a participar de los encuentros que pronto le traerían alivio a su alma dolida. Lo acompañó hasta la puerta y le dijo que él conoció a Sekón a los dieciocho años cuando escuchó el llamado y desde entonces era cada díamás feliz. Menda sonreía y le faltaban algunos dientes. Le dijo que seguramente Glaar podría llegar a experimentar esa paz universal si se lo proponía. Glaar se despidió y se sintió raramente aliviado. Se sentía bien. Pero nada en su vida había cambiado y de hecho, si analizaba la experiencia reciente con Menda, tampoco había algo revelador. Pero se sentía como drogado.
Cuando llegó a su habitación del hotel, sacudió con la mano el polvo de yeso del cielo raso que había caído sobre el acolchado de su cama y se sentó. En la mano todavía tenía el papel con la leyenda ¿Por qué hace lo que hace? Volvió a mirar al ser que tenía luz en el pecho y dijo en voz alta: Sekón. Fue hasta la mesa donde había dejado la caja vacía de suministro azul, la tiró al piso y buscó en el cajón de la mesa su regla circular. Apoyó el papel que tenía en la mano y dibujó en el reverso un nuevo mandala.
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Carlos Godoy (Argentina). Publicó los libros de poesía Prendas, Escolástica Peronista Ilustrada, La temporada de vizcachas, Paritarias + Soy la decepción, las novelas Jellyfish, sugar blueberry, La construcción. Materiales radioactivos en las islas del Atlántico Sur y el libro de relatos Can Solar. Trabaja como docente y periodista cultural. “¿Por qué hace lo que hace?” es uno de los relatos de su libro inédito “La fe de los pasajeros”.