Llamaron a voces a Lot y le dijeron: 

«Dónde están los hombres que han venido donde ti esta noche? Sácalos, para que los conozcamos».

Gén. 19, 5

Desde pequeño, la comunidad de los santos llamaba mi atención con todas sus nubes, aureolas y milagros. De niño, mi mente se tomaba horas para imaginar cómo sería la eternidad ante Dios mismo, en completa quietud, en compañía de tantos y tantas que vivieron según la virtud y la fe. Abogados de cuantos vivimos, modelos a seguir, hermanos que lucharon por mantenerse rectos y se vieron recompensados por su firmeza y amor, ¿cómo no querría pertenecer a aquel coro de almas bienaventuradas que recubría las paredes de los templos? Estamos llamados a la santidad, ¿comprenden? ¿Qué es la Iglesia si no la comunión de los santos?, pensaba por nosotros una profesora de educación en la fe desde el primer grado. Pero a uno lo declaran santo hasta después de muerto, solo en Su Presencia pueden las almas hacer milagros

Contrario a lo que nos decían, la santidad podía notarse en ciertos hombres de vez en cuando: algún papa o un obispo que cerca de entregar su espíritu lograba proyectar algo de la luz que pronto alcanzaría. El caso más cercano de santidad temprana que conocimos fue el del fundador de la orden que dirigía mi escuela. A todos nos era conocido su semblante de mirada fija y boca entreabierta posado eternamente en lo alto de los salones. Cuando pasé por esas aulas de muros descubiertos, el santo rondaría acaso los ochenta años y hacía tiempo que no visitaba más las escuelas de la orden; algunas maestras, sin embargo, llevaban allí el tiempo suficiente para contar, fervorosas y entusiasmadas, que el fundador recorrió alguna vez nuestra escuela repartiendo bendiciones. Jamás olvidaré aquel encuentro. Fue como si San Ignacio apareciera ante nosotras. De inmediato, se alegró el alma cuando vimos a nuestro padre pasar. Sigan el camino, niños, y serán así de santos. 

Sus fieles sacerdotes sabían de primera mano que poco le faltaba para alcanzar tales alturas; la santidad no solo se gana, sino que se impone con insistencia. La ocasión perfecta para celebrar la gloria del fundador era el día de su nacimiento. Año con año, los padres improvisaban una capilla bajo el sol del patio y llamaban a misa. Rodeado de flores y a la vista de todos, un par de diáconos colocaban el inmenso retrato del fundador que presidía los ritos desde la distancia. 

Recuerdo una de aquellas celebraciones en particular. Tuvimos como invitado al supervisor regional, un obispo que había traído mucho bien a la orden y a Iglesia, según rezaban las alabanzas de las maestras. Aquellas cándidas mujeres nos dijeron que le gustaba conocer los rostros de los alumnos, que le gustaba estar seguro de que todos anduviéramos por buen camino; que como obispo debía conocer lo que sucedía en su rebaño. Unas horas antes de la misa, aquel hombre pálido se paseó por los salones con la ayuda un ridículo bastón viejo al que cogía fuertemente de la cabeza de un pato. Su visita debía ser para nosotros una verdadera fiesta, un encuentro espiritual sin precedentes. No cualquier día reciben la bendición de un obispo; son verdaderamente afortunados. En cuanto entre Su Excelencia, niños, pónganse de pie. Quiero verlos callados y bien portados, ¿entienden? Apenas estuvo un minuto el hombre en el salón, pero aquel breve instante bastó para grabar en mi memoria la imagen de la diminuta maestra en turno, hincada ante el prelado de casi dos metros en humildísima actitud y con todo el anillo episcopal en la boca. 

Visitara quien visitara aquella misa en honor a «nuestro padre» fundador sería tan aburrida como todos los demás años. La mejor forma de escapar de las miradas vigilantes de las maestras, del rayo del sol y del aburrimiento era con una visita a Cristo en el confesionario, que se encontraba empotrado a una de las paredes de un salón en desuso y convertido en capilla. 

Realicé un rápido examen de conciencia mientras esperaba mi turno y a los pocos minutos sabía el inventario de mis faltas de memoria. Estaba listo para encontrarme cara a cara con Dios. Cuando hagan un examen de conciencia, guarden la lista en lo profundo de su corazón, que nadie más la conozca. Dios Todopoderoso instituyó por Cristo la confesión para limpiar las culpas de los bautizados y es Él quien habla a través de la rendija, niños, no su sacerdote; este es solo un humilde siervo, un profeta de su voz. 

Finalmente, fue mi turno de pasar al confesionario. Repasé de nuevo la lista en mi cabeza y comprobé que no dejaba ningún pecado fuera. Cerré tras de mí la puerta y me hinqué en completo silencio. Sin duda, ser vehículo del creador debía de ser una tarea agotadoramente difícil, pues el sacerdote que confesaba durante las misas parecía siempre cansado. Sin importar qué nuevo pecado le dijéramos, nos absolvía sin separar los labios y nos despedía a todos con la misma penitencia. Esto, por supuesto, nos venía de maravilla. La práctica me había enseñado que lo más sencillo era expresar mis culpas en términos generales, reuniendo, por ejemplo, bajo el término de «faltas a mis padres» toda travesura que pudiera ocurrir en casa, desde lo más liviano o venial hasta las faltas graves y mortales. Si Dios todo lo sabe, me justificaba entonces, conoce Él mis actos desde antes de pensarlos. ¿Qué le importan al sacerdote los detalles?

Sin embargo, la voz que me dio la bienvenida al confesionario no fue la que yo esperaba. La rejilla que mantenía el anonimato de la confesión no estaba más en su lugar y al otro lado, frente a mí, de negro, con solideo y con su estola al cuello, el supervisor de la orden esperaba atentamente a que confesara. 

—Ave María purísima —comenzó de inmediato el santo obispo al tiempo que clavaba sobre mí su mirada. 

—Sin pecado concebida —respondí en automático.

Me costó enumerar mis faltas a causa de mi sorpresa. Sin aquella rejilla, el confesionario se volvía infinitamente más estrecho. El obispo, a pesar de su cojera y su avanzada edad, era un hombre enérgico e imponente que llenaba el otro extremo del closet de madera. A través de sus anteojos de medialuna me observaba sin decir palabra mientras su paciencia se agotaba. 

—He mentido, padre, he rezado poco; he faltado a mis padres y he cometido actos impuros —dije finalmente con vergüenza, intimidado ante aquel hombre que me observaba desde su santidad.

—Tranquilo, hijo. Dios perdona, pero Dios debe saber antes que estamos en verdad arrepentidos de cuanto hicimos. 

El hombre permaneció callado un largo rato, ensimismado, sopesando cuidadosamente con el espíritu mis faltas, como si en su cabeza corrieran las formas más católicas de reprochar mi conducta antes de mandarme a rezar un rosario o tal vez dos.

—Dime, hijo, ¿qué clase de actos impuros has cometido? —preguntó el muy curioso.

—Pecados de pensamiento y de deseo —le respondí por lo bajo. Entonces comenzaron a sudarme las manos. En la mirada del obispo noté cierto brillo extraño, un brillo de genuino interés en los detalles de mis faltas. El confesor ejerce el ministerio del Buen Pastor que busca la oveja perdida, el ministerio del justo Juez que no hace acepción de personas. Su juicio, como al fin de Dios, es a la vez justo y misericordioso.

—Sabes bien cuánto manchan el alma los pecados de la carne. Es nuestro deber como cristianos dominar las pasiones, mantener a raya la tentación. —El obispo alisó su vestido con la palma de la mano—. ¿Fue una chica quien te ha hecho caer?

De nada sirvió ante él la vaguedad de mis respuestas. Con el olfato de un sabueso, aquel hombre había trazado cuidadosamente su camino por mis culpas hasta dar con los secretos. Sabía yo de sobra lo que mi respuesta traería. Bien sabes tú lo que sufrió Nuestro Señor, pues su cruz nos recuerda constantemente el precio de su sacrificio. ¡Mira las dos ciudades arrasadas por el fuego y reconoce en ellas tu pecado! Palabras más, palabras menos, esto me habían repetido incontables veces los ministros del señor cuando escuchaban de mi sexualidad. Confesar con un jerarca de la Iglesia de Roma que eran los hombres y no las mujeres quienes «me hacían caer» debía desembocar en una interminable y trasnochada retahíla de la homofobia más recalcitrante. Dudé por un instante si diría aquella vez la verdad, pero si el enfermo se avergüenza de descubrir su llaga al médico, la medicina no cura lo que ignora. ¡Quienes callan conscientemente algunos pecados, se condenan a sí mismos!

 —No, padre, no, fue un hombre —respondí tan bajo como pude, listo para ser condenado nuevamente.

El supervisor me miró fijamente al tiempo que esbozaba una ligera sonrisa como de satisfacción. 

—Así que eres de la parroquia. Tranquilo, hijo, Dios perdona. Sabes bien cuál es la gravedad de tu falta. Conoces de sobra lo que manda la madre iglesia; estás llamado a realizar la voluntad de Dios en tu vida. Une al sacrificio de la cruz las dificultades que puedes encontrar a causa de tu condición —me respondió el obispo extrañamente calmado, casi como si fuera un verdadero pastor de almas—. Guarda tu secreto, hijo. Que nadie conozca el motivo de tu vergüenza. A quienes ostentan su desviación como un orgullo les suceden infinidad de males. Tú no quieres eso para ti. Sigue los caminos del Señor. 

El obispo no añadió nada más, dictó mi sentencia, igual que los anteriores, absolvió mis faltas y trazó con su mano una cruz como despedida. Salí del confesionario dispuesto a cumplir al pie de la letra con la penitencia y una vez de regreso en la misa me hinqué a rezar. Pues mi delito yo lo reconozco, mi pecado sin cesar está ante mí. Mira que en culpa ya nací, pecador me concibió mi madre. ¿De dónde, interrogaba al cielo, de dónde vendría aquel castigo que me apartaba del resto de mis compañeros? De nuevo, no pude encontrar solución alguna a mi pregunta y arrojé a lo más profundo mi secreto, maldiciendo mi condición «intrínsecamente desordenada».

La misa por el fundador terminó y las maestras nos regresaron de dos en dos al salón para continuar con las clases. Casi al final del día, el prefecto de disciplina pidió que saliera brevemente con el fin de entregarme algo. Contrariado, dejé mi asiento y lo obedecí. Lo que me dio fue un pequeño sobre amarillo sellado con un escudo episcopal con tres patos sobre fondo verde y la tradicional leyenda en latín. Lo abrí y dentro encontré un folleto informativo para el Noviciado «Sed de Dios». Estaba lleno de preguntas como ¿Has sentido la inquietud de seguir a Cristo? y ¿Sientes que Dios te llama al sacerdocio? y contenía la información necesaria para comenzar cuanto antes aquel camino dentro de la orden. No comprendí entonces qué quería decirme el obispo al hacerme llegar esto, en la confesión nada habíamos tratado al respecto. Poco me importaba ser sacerdote, me lo dijera un obispo o una maestra, por lo que lancé el folleto al fondo de mi mochila para no verlo nunca más. 

Me gradué y a los pocos años falleció el fundador. Contrario a lo que muchos esperábamos, el Papa no lo canonizó cuanto antes. Desde Roma hasta la que había sido mi escuela, el velo que cubría las mentiras se rasgó para revelar un imperio sin precedentes: el fundador abusaba a menores e intimidaba a los seminaristas con conductas homosexuales, amenazándolos con revelar su secreto. Pronto se supo de sus cuentas, de sus casas, mujeres e hijos; se supo de sus estrechas amistades con más de un papa y se supo quienes lo encubrieron. No tardaron en salir los nombres de aquellos miembros de la orden que estuvieron al tanto de todo; entre la treintena de nombres, junto con el de otros prelados de alto rango, estaba el venerable obispo supervisor. Supe entonces el motivo de su misión, comprendí la razón del folleto. Y le preguntó Jesús, diciendo: ¿Cómo te llamas? Y él dijo: Legión. Porque muchos demonios habían entrado en él.La Iglesia por sí misma es un grande y perpetuo motivo de credibilidad por su eximia santidad, por su inagotable fecundidad. Dicen que algunos papas han cambiado ya la cosa, que la orden no es la misma, que al cortar las cabezas murió el mal que la trajo al mundo. Yo no lo creo. Solo la fe puede reconocer que la Iglesia posee estas cualidades por su origen divino, muchachos.

Javier Paláu Hernández (México). Es estudiante de la Licenciatura en Letras Españolas en la Universidad de Guanajuato, es cocreador y editor de la revista El Gallo Galante. Sus poemas han sido publicados en revistas como Los Demonios y los Días, Buenos Aires poetry, Campos de plumas, Cardenal, entre otras. Actualmente escribe su tesis de grado sobre las Letras de san Bernardo, de sor Juana Inés de la Cruz.

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